martes, 17 de diciembre de 2013

Insomnio






En el año 1997 viajé a París, quizás no fue en 1997, pero yo diría que sí.
El caso es que hace ya un porrón de años.
En París yo despertaba de madrugada, encendía la tele, la miraba un rato, luego le metía mano a Lucía y follábamos.
A mí París me gusta mucho, siempre que pienso en un río pienso en el Sena.
A mí hay muchas ciudades que me gustan. Y muchos ríos.
Pero como París es difícil…
La torre Eiffel me parece una pasada, me compré una de souvenir y desde entonces anda por ahí, en algún estante a la vista.
La torre Eiffel en los dibujos animados siempre me conmueve.
También me gustan mucho los cementerios, todos mis amigos lo saben.
En París, cómo no, visitamos el cementerio de Père-Lachaise.
Yo lo que recuerdo es que bajamos por detrás del Sacre-Coeur y anduvimos un rato.
Exactamente, según google maps, 5,5 Kms, 1 hora y diez minutos.
Nos gustaba mucho andar también. Por orden, follar y luego andar.
En aquella época yo andaba y además corría. No quiero decir que hiciera footing, sino que iba o volvía de los lugares trotando, corriendo, en lugar de ir caminando.


Bueno, comencemos de nuevo.
Me encantan los comienzos, los principios de las historias.
En el año 1997 viajé a París con mi novia. Era una novia flaca, muy flaca, pero con dos buenos melones. Tenía una cascada de pelo rizado que jamás se peinaba y que se anudaba hacia arriba con la ayuda de cualquier objeto alargado. Yo la recuerdo con un bolígrafo atornillándole la pelambrera.
El hotel estaba frente a un edificio de oficinas. Yo miraba cómo los empleados llegaban por la mañana y ocupaban sus puestos. Luego me volvía a la cama y seguía viendo los dibujos animados.
Desayunábamos en un sótano deprimente. Las camareras eran unas negras muy tristes, el recepcionista antipático, nuestro francés nulo.
Yo me sentía de puta madre. Por fin tenía una novia que me caía bien.
París nos parecía carísimo, pero ella se relajaba más en ese aspecto. No le importaba gastar y yo me animé. Después de un largo día caminando de un lado para otro, admirando todas las bellezas de la ciudad, era muy placentero buscar un restaurante y gastar una buena cantidad de dinero.
En una parada de autobús perdimos la cámara fotográfica.
Las escalinatas del Sacre-Coeur estaban llenas de negros vendiendo baratijas.
En el cementerio de Père-Lachaise nos ocurrió algo insólito.
Hicimos muchas fotografías dentro del cementerio. A Lucía le dolían más las fotografías que llevábamos hechas que la cámara.
La cámara era suya.
Estábamos sentados, la cámara a nuestro lado sobre el banco de espera, llegó el bus, nos levantamos con rapidez para cogerlo y allí la dejamos. Todavía tardamos en darnos cuenta un par de horas, cuando en un café echamos mano de ella para hacer una fotografía.
El gobierno francés acababa de aprobar una ley por la cual cualquier ciudadano que ayudara a un inmigrante ilegal podía ser juzgado y condenado.
En el autobús, todavía inconscientes de nuestro extravío, nos fijábamos en las gabardinas de los franceses, en las carteleras de los cines, las películas nacionales siempre mostraban un nudo sentimental. Un país también es una serie de tópicos que se asumen como una obligación cotidiana.
Estuvimos ante la tumba de Baudelaire.
Yo había leído Las flores del mal.
Había comprado el libro de segunda mano. Llevaba puesto el nombre de una compañera de la facultad. Me dio vergüenza decirle que tenía su libro.
Yo no sabía pronunciar el nombre de Baudelaire. Me limitaba a leerlo en español como lo veía escrito.
Sobre su tumba habían dejado poemas metidos en plásticos, que los protegían de los aguaceros. Me parecían unos homenajes tontorrones.
Como los que había en la tumba de Jim Morrison.
En una escultura que representaba a un ángel, a una doliente, ahora mismo no sabría decir a quién, alguien le había dejado un collar. Otro de esos gestos que no dudo en calificar como patéticos. Era un collar con unas cuentas muy bonitas, negras, un collar muy largo, al que había que darle varias vueltas.
Sin pensarlo se lo saqué a aquella escultura y se lo entregué a Lucía, que lo recibió bien.
No creí que una mujer de piedra en un cementerio francés necesitara para nada un hermoso collar que podría lucir mucho mejor una chica de carne y hueso, muy flaca, pero con unos preciosos melones.
Primero hallamos el collar, luego perdimos la cámara.
Había bastante presión policial sobre los inmigrantes. Vimos a unos cuantos negros corriendo.
Pasamos la mañana en el cementerio yendo y viniendo entre tumbas de celebridades literarias.
De todas maneras a mí la tumba que más me gustó fue la de un hortera que se llamaba Marco, un motorista, que tenía sobre su lápida todo tipo de recuerdos. Una lástima, porque le hice unas cuantas fotos que se quedaron en la cámara sobre el banco de espera del autobús.
Siempre me he preguntado por la persona que pudo haber encontrado la cámara. Si fue uno de aquellos negros acosado por el gobierno francés. Si fue una chica con gabardina como las del autobús.
No sé si quien dejó el collar en la escultura del cementerio pensó que los visitantes respetarían su gesto o tuvo en cuenta que alguien se lo podría llevar.

En el año 2008 conocí a una prostituta en el Bois de Boulogne. Se llamaba Helena y llevaba en París muy poco tiempo, procedente de Gambia. Era una chica especialmente hermosa. Conocí a una docena de prostitutas, pero recuerdo sobre todo a ésta. Yo ya fingía que sabía pronunciar el nombre de Baudaliere.
Aproveché la ocasión para volver a algunos lugares que ya conocía, entre los cuales estaba el cementerio de Père-Lachaise.
No pude caminar tanto como hubiera querido.
Por las noches llamaba a Lucía, aquella chica del pelo rizado, flaca y con dos melones de campeonato.
-¿Has visitado la tumba de Marco?, me preguntó.
-La he buscado, pero no he dado con ella, le dije.

Merece la pena hablar un poco de Helena.
A ella le hubiese gustado estudiar filosofía, pero se había encontrado con algunos obstáculos fundamentales que se lo habían impedido: era africana, negra y bellísima.
Antes de marcharme fui al Bois a despedirme de ella, pero llevaba días sin aparecer por allí.
La vida no es una trenza, no es un cuento con un desenlace.
París es una ciudad en la que tarde o temprano acabo pensando.
A veces despierto de madrugada y me levanto y pongo la tele. No hago ruido para no despertar a Lucía.


La fotografía es de Larry Clark