miércoles, 20 de junio de 2012

Pistola y cuchillo, de Montero Glez





Me gusta muchísimo fumar. Mucha gente que fumaba mucho ya no fuma. Me gusta muchísimo beber. Mucha gente que bebía muchísimo ya no bebe. Ahora sólo fumamos y bebemos poco los que antes fumábamos y bebíamos poco. Ya sabéis: pasito a pasito.

Me gusta que en los libros y las películas la gente fume, beba y coma. En Pistola y cuchillo de Montero Glez se fuma y se bebe mucho y bien, y se come mucho y bien. En Pistola y cuchillo se nos narra un encuentro en la Venta Vargas entre José (Camarón), su productor-manager, El Viejales, trasunto de Ricardo Pachón, y el narrador-escritor, un entrenador de gallos, para concertar el amaño de una pelea en la que intervendrá el gallo rubio, la gran apuesta de José. Eso es todo, poco más se cuenta. Camarón, José, está ya enfermo y se supone que el dinero de la pelea lo quieren para el tratamiento de su enfermedad. El mérito del relato (novela corta, 120 páginas) está en poner en marcha la tragedia de un artista de pocas palabras, que sin embargo sabe imprimirles categoría de oráculo.

Durante la noche que nos ocupa el tabaco, el güisqui y la comida son los ejes esenciales en torno los que los personajes se mueven:
“Ahora José contaba la historia con el pitillo en la mano y un boquerón en la otra. De vez en cuando se lo arrima a la boca con exquisitez, alternando la sabiduría del frito en el paladar con el humo del contrabando. Decía que no tenía hambre. Justificaba su falta de apetito, contando que se había sentado a comer con el Viejales una cazuela de barro tan grande como una plaza de toros. Con pocas palabras, José conseguía un arroz caldoso con sus hebras de azafrán y todo el brillo de los lomos de un conejo bien dorado. Era un maestro en el arte de la falsificación, tanto que era posible imaginarlo, alcanzando cuatro o cinco granos de arroz con la punta del tenedor, con esa finura de la que siempre hacía gala y a continuación encender un cigarrillo, y ponerse a mirar el campo, mientras el Viejales llenaba la panza y movía el bigote.” (Pág. 75)

Camarón fuma de modo obsesivo, apenas come: “Enciende el cigarrillo y aspira el humo y, sin darle tiempo a salir, vuelve a llevárselo a la boca. Me fijo en los pómulos, comidos por la barba, en la cara acuchillada por las sombras.” (Pág.79)

El narrador bebe güisqui hasta la extenuación: “Juro que llevaba tal borrachera conmigo que la cabeza se me venía frágil, como un vidrio que peligra ante el peso muerto del cerebro. En uno de los vaivenes no pude contener por más tiempo la manada de culebras que recorrió mis tripas hasta la arcada. El chapoteo ruidoso de mi vómito partió en añicos la noche”. (Pág. 102)

El Viejales se lo jala todo: “se beneficiaba de las bandejas de jamón, una tras otra, así hasta que las dejó limpias” (pág.65), “la lengua se le movió como un bicho en cuanto atisbó la bandeja” (pág. 66), “se arranca primero, alcanzando tres boquerones con los dedos” (pág. 69)


María Picardo, al frente de la Venta Vargas, dispone la comida, le mete el bastón a José entre las costillas para amonestarlo por su delgadez y le recrimina que fume sin parar, mientras su sobrino Lolo sirve las raciones y atiende la barra.


Una pregunta intrascendente : ¿Cuánto tiempo se tarda desde Casa Postas, desde la entrada de Conil, hasta aquí? (Pág. 78) y un sueño que el propio José va contando para dilatar el tiempo se convierten en los motores para intentar explicar el sentido de lo jondo, del tiempo, de lo que hoy se convierte en el recuerdo de mañana, de esos versos de Lorca que al principio Camarón canta sin comprender.
El sueño va sobre el tiempo,
flotando como un velero,
flotando como un velero.

La historia se desarrolla como una tragedia en la que ya conocemos de antemano el destino de su protagonista. Por el camino aparecen momentos muy divertidos, como cuando Camarón empalma en un alarde de alquimia imposible el cable del televisor con el del teléfono y el del magnetofón, donde llevaba una cinta de Las grecas, a las que quería ver cantando “Te estoy amando locamente”. No sé si se estaba anticipando a toda esta era del facebook.

Un hombre que habla muy poco, cuya figura ya en vida fue pasada a efigie estatuaria. Un mito, un mito que fumaba mucho y que se carteó con el Cordobés cuando el Cordobés todavía no sabía escribir. “Lo que pasa es que la felicidad de las gentes descansa sobre completas mentiras” (Pág. 101).

Y una gran ventaja: la novela va al grano, sin que haya el grano de a lo que ir.


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