viernes, 22 de abril de 2011

Expédito



La fotografía es de Brassai

Tuve que dar un rodeo para llegar a casa. En un primer momento pensé que nunca lo conseguiría, pero finalmente me metí en mi cama y pude pensar en el extraño acontecimiento que viví en aquel callejón. No soy un hombre temeroso, estoy acostumbrado a dar paseos nocturnos, solitarios, y sé apañármelas bastante bien si a algún extraño le entran ganas de molestar. No sé si lo que acabo de decir es suficiente para que os hagáis alguna suposición sobre mi aspecto. Por si acaso, brevemente, anotaré que tengo un aire experimental, ecléctico y desvergonzado, pero también apodíctico: los dientes grandes, amarillos, la cabeza alta y segura como una casa arbórea, los brazos serenos, anchos, pesados como un piélago antiguo, las nalgas afiladas, lamidas como un barranco, las rodillas torneadas cual arietes, el ombligo voceador, la frente abombada, lunática y los ojos estrábicos. Llevaba buen paso, varios dedos recogidos hacia las palmas de la mano y varios ausentes, ensimismados, tronchados como un tallo, la nariz en mis asuntos, ciertas novelerías que no vienen al caso aquí, cuando de repente sentí que algo grande y pesado se desplomaba a mis pies. En un primer momento pensé que se podía tratar de mi sombra. Me detuve. Mi sombra es un individuo a tener en cuenta, gobierna con mano firme un imperio de perros deslenguados. Pero me rasqué allí donde las pulgas estaban haciendo su mejor trabajo, construían una ciudad epidérmica. Ella se limitó a burlarse. Lo sé porque se rascó también, lo cual en ella solo podía ser señal de burla. Sin embargo, algo me lo impidía, dar otro paso. Un bulto arrojado allí delante me cortaba el camino. Y a tientas, en la oscuridad, quise sortearlo, pero no podía, porque era voluminoso. En un primer momento pensé en un animal, un caballo, uno que hubiese huido de los desfiles que me habían obligado a tomar aquel camino, porque en ese momento los desfiles habían tomado las calles principales de la ciudad. Me agaché para palparlo, pero era algo que no latía, quizás había caído de un balcón. No sé, me imaginé una alfombra enroscada. Una alfombra en la que hubiesen ocultado el cuerpo de alguien sin latido. Pero al poco ya no pensaba eso. Había aprendido lo suficiente de la calle como para saber que tenía que pensar de otro modo a como lo haría cualquier policía. Me concentré en una posibilidad extrema, difícil y rebuscada. Planteé una hipótesis: aquel obstáculo en mitad de mi camino era una imaginación pura. Algo que por ser inmaterial se había levantado, más bien había caído a mis pies: una inmensa bolsa llena de ropa inservible, un oscuro fardo de telas y retales inútiles. Con el palo que siempre llevo metido en el cinturón golpeé la burlona figura de mi sombra hasta que comenzó a sollozar y a suplicar que parase. Le ordené que cargase el bulto sobre sus hombros. De ese modo conseguí despejarme el camino y en poco tiempo me hallaba de nuevo en casa, acostado y pensando en toda la aventura.

jueves, 21 de abril de 2011

Masticar las palabras



La fotografía es de Pierre Gonnord

La vida se le fue convirtiendo en un líquido espeso, de sabor y aspecto irreconocibles. Había días que no encontraba las palabras para vivir. No era cuestión de ánimo, de que el sol luciese o le hubiesen felicitado en el trabajo, era un asunto puro, un asunto de índole artística. Si no aparecían las palabras, si las perseguía y no daba con ellas, se sentía burlado, pero a la burla respondía con burla, se sacaba la lengua, se enfrentaba con muecas en los escaparates de la ciudad hostil y con un ahínco renovado e inútil se cocía con las palabras que ya había combinado en ocasiones anteriores con el mismo afán autodestructivo que conocía bien en los alcohólicos. No valía saber lo que sabía, saber lo que sabía era un peso más que lo arrastraba al fondo de la negrura, a eso que cualquier chiflado con título universitario en siquiatría llamaría depresión. En la mente estaban los caminos, las salidas, los cruces, el mundo se construía con edificios de palabras, pero poco a poco se fue quedando sin ellas, con ellas, pero sin ellas, un sabor que amargaba ahora en la boca. ¿Cómo podía ser? Había habido tiempos en los que todo aquello le hubiera parecido imposible, una pesadilla de la que, tarde o temprano, podría despertar, pero ahora reconocía que no había otro camino que la renuncia, esa renuncia a seguir viviendo que cada vez adivinaba en más personas de su alrededor, por mucho que unos y otros disimulasen entusiasmándose con la vida. Clara prueba de que para ellos la vida ya era un guiso indigesto. No obstante, todo quisqui se empeñaba en sonreír o en buscar remedios para recuperar la sonrisa. Era tan simple como eso. Que las palabras se le habían podrido dentro. Que las palabras del exterior ya no lo representaban. En definitiva, como en todos los asuntos importantes, era una cuestión de estilo y de elegancia. De empezar a morirse en vida y dejar paso a la indiferencia con la que los más jóvenes lo tratarían. De renunciar al magisterio. Era fundamental ingresar en el siguiente estadio, el de la ridiculez. De hablar solo como los lunáticos, de combinar las prendas de la vestimenta de modo estrafalario, de caminar por la calle sin pudor, desvergonzado como un perro. Había que masticar las palabras, rumiar la vida, escupir la suerte. A veces bastaba detenerse en mitad de la calle y ponerse a mear entre dos coches. Una meada larga, expiatoria, a la que muy pocos acabarían teniendo derecho.

miércoles, 20 de abril de 2011

El ayudante



La fotografía es de Duane Michal: Magritte coming and going

He contratado a un ayudante. Lo único que tiene que hacer es estimularme con sus palabras, decirme que hago un trabajo fabuloso. No es fácil su cometido, al menos a mí no me lo parece. Por eso le pago bien. Yo no sería capaz de hacerlo. No puede mentirme, está en el contrato y si lo incumple puede ser despedido. A veces se coloca a mis espaldas y se limita a chasquear la lengua. Cuando me corrige valora el error. Lo he puesto a prueba en varias ocasiones, pero en todas ha salido airoso.
-Puedes resolver ese conflicto de una manera mucho más creativa, me dice, cuando le leo en voz alta un relato más o menos chapucero.
Me gustaría poder decir aquí que él o yo nos frotamos las manos compulsivamente, pero ninguno de los dos lo hace. Suele estar bastante relajado mientras yo escribo. A veces prepara té o se asoma al balcón mirando la calle como si estuviera comiéndose una manzana. La solución, no obstante, a la larga se ha convertido en el problema. No hago público ningún texto que él no haya aprobado antes.

lunes, 18 de abril de 2011

Jugar



La fotografía es de Elliot Erwitt

En el lugar de las cosas serias nada es más divertido que los juegos de la importancia. Uno dice lo que dice como si fuese un general en plena contienda. Hay que saber mover el bigote ante la tropa. Las academias se ocupan de enseñar a pasar la vista por encima de los papeles.
-Señores, atención.
Los payasos siguen con sus juegos.
-También los señores payasos, atención.
Se hace el silencio.
-Gracias.
Y habla otro.
-Hay ocasiones en las que uno tiene que dar un paso al frente. Creo que ha llegado la hora para mí. Es mi deber pediros ciertos sacrificios sin los cuales esta crisis podría ser la última.
Las reglas de los juegos de importancia exigen la colaboración de todos. Sin embargo, en los divertimentos siempre se cuela un memo. Es muy difícil jugar con un idiota, no sé si lo sabéis.
-Vamos a ponernos en fila con las manos sobre los hombros del compañero de delante.
-¿Cómo en fila?
-En fila de a uno.
-Vale. ¿Las dos manos?
-Sí.
-No creo que esto sirva para nada.
-Compañero, has de tener confianza y paciencia.
-Yo me voy a marchar a casa.
Se forma una larga hilera de hombres importantes, también payasos que han dejado de hacer tonterías. El ejemplo cunde pronto y de otros lugares vienen participantes nuevos para jugar.
-¿No te arrepientes de haber abandonado a tus amigos? Le preguntan al hombre que no ha tenido ni confianza ni paciencia.
-Prefiero divertirme de otra forma, dice.
Y a continuación comienza a mover el bigote como un general, repasando unos papeles como si estuviera ensimismado en su estudio.
-Señores, clama.
-También los señores payasos, insiste.
Se hace un silencio.
-Gracias.
Habla él mismo.
-Hay ocasiones en las que uno tiene que dar un paso al frente. Creo que ha llegado la hora para mí.
En medio de las risas de muchos algunos se estremecen porque la vida de ese idiota pende de un hilo finísimo. En efecto, no tardan en venir algunos de los hombres del juego de la importancia. Lo hacen prisionero y es acusado de alta traición, que conlleva pena capital.
-¿Sabe usted que es su vida lo que está en juego? Le pregunta el presidente del tribunal, ante las extravagancias con las que se quiere defender.
-Supongo que de nada valdría a estas alturas que les pidiera perdón a quienes haya podido ofender. Mi intención era la de pasar un buen rato y hacérselo pasar a los demás. Me gustaría que me diese usted permiso para imitarle.
En alguna parte aquel juego de importancia tendría que detenerse, pero incluso cuando se puso al reo ante el pelotón de fusilamiento parecía pronto.

domingo, 17 de abril de 2011

Vecinos


La fotografía es de Ambroise Tézenas

El hombre salió al balcón a contemplar la luna, le dio un golpe de tos, perdió pie, cayó sobre la barandilla llena de filigranas y no pudo enderezar el cuerpo, pesado como un saco de harina, de modo que se precipitó al vacío. Estuvo cayendo. Poofff. Menos de lo que se tarda en decir que un hombre cae. Cayó sobre un hombre que había sentado abajo en una silla de playa, al fresco, fumando mientras contemplaba la luna. Los vecinos se acercaron a ver qué es lo que había ocurrido, pero ninguno de los dos hombres pudo contar nada. Fuí yo quien les dijo lo que había ocurrido, pero por alguna peregrina razón no me creían.
-Deja de bromear, me decían, este es un asunto grave, quizás mueran ambos.
Alguien propuso que lo mejor sería que nadie se enterase de lo ocurrido, fuese lo que fuese. La esposa del hombre que había caído por el balcón dijo que ella, puesto que era enfermera, los cuidaría, pues el hombre sentado al fresco vivía solo, sin familia. En aquel barrio periférico la luna actuaba con poderosa influencia. El vecindario se interesaba regularmente por ellos, que por el momento no daban muchas señales de querer despertar. Yo los visité en alguna ocasión. Habían sido acostados en dos camitas gemelas. Por fin abrió los ojos el hombre que había sido aplastado.
-¿Qué es lo que me ha ocurrido?
-¿No recuerdas nada, vecino? Le preguntó la mujer.
-Nada de nada.
-Resbalaste con una piel de plátano y te abriste la cabeza.
El hombre miraba al otro, que aún dormía en la cama contigua con idéntico vendaje al suyo en la cabeza.
-¿Y él?
-Se cayó por el balcón.
Cuando pudo valerse por sí mismo el hombre que había despertado el primero consiguió conquistar a la esposa del que aún estaba dormido. Tenía mucha labia y decía cosas que la mujer nunca había oído dirigidas a ella. El hombre que había resbalado y había caído al vacío despertó y su esposa le dijo al otro que ahora se debía a su marido. En cierta ocasión coincidí en el ascensor con los dos hombres. Mantuvimos la típica conversación de vecinos bien avenidos. Al llegar a casa le dije a mi esposa:
-¿Sabes con quien he subido?
-Si tú no me lo dices..., me contestó.
-Con el hombre que cayó al vacío y con el hombre que aplastó.
-Si sigues insistiendo en esa historia te van a tomar por un chiflado.
Me callé, por supuesto. Escribí este relato y no volví a mencionar el asunto nunca más.

miércoles, 6 de abril de 2011

La cremallera



La fotografía es de Sarolta Bán

Tengo un ritual particular con el que me despido de las prendas de ropa, de las que un buen día, por fin, me deshago, arrojándolas al cubo de la basura. Es una pantomima sentimental consistente en besar la camisa, pantalón, calzoncillo, o lo que sea que he considerado que ya no es ponible, y en hacer que los demás miembros de la familia también lo besen, como si de una jura de bandera se tratase. A veces la he apurado tanto en su uso, que el guiñapo que ofrezco entre mis manos es un amasijo tierno y esponjoso, inclasificable y poco decoroso; pero nadie se ha opuesto nunca a ese adiós que yo le impongo; es más, mi mujer y mis hijos han adoptado la misma costumbre y, a veces, se presentan ante mí con un despojo de su vestuario o de sus juguetes entre las manos para que cumplimente mi parte de la ceremonia. Me gustan las traperías y las tiendas en las que se vende ropa que ha pertenecido antes a alguien. Tengo una pequeña pipa de cazoleta delgada, al estilo europeo, que contrasta muy bien con mi cara de mofletes generosos, una pequeña joya en la que cuando era más joven me gustaba fumar, que le compré en cierta ocasión a un quincallero. Algunas de las prendas que uso son supervivientes de quienes en otro tiempo fueron sus dueños. El cinturón que llevo puesto perteneció a mi hermano, malogrado prematuramente hace ya una década. Cuando a principios del siglo XX se popularizaron los medios de transporte modernos, como el tren o el tranvía, apareció en las chaquetas de los caballeros por encima del bolsillo derecho otro mucho más pequeño destinado a los billetes de viaje. Tengo un modelo inspirado en esas prendas originales y más de una vez he fantaseado con un viaje en el tiempo mientras recorría las entrañas de la ciudad en metro. La crisis ha hecho que regresen muchos zapateros remendones y que se abran algunos establecimientos de arreglos de ropa. Me gusta el olor y el ambiente estancado de esos lugares, los frecuento y en alguno de ellos me dan una conversación muy gratificante. Hace poco uno de estos artesanos me contó la historia que quiero referir aquí. Sabe de mi manía por la escritura y me dijo que tenía un buen argumento para un relato. En todo caso un relato fantástico, me dijo. Voy a referir a mi manera lo que me contó. Un hombre tiene un sombrero. Hay muchos hombres que poseen un sombrero, pero en esta época no todos lo usan. De hecho incluso en determinadas edades y contextos en los que uno hubiera esperado otra cosa, por ejemplo un sombrero, se ha impuesto el uso de las zapatillas deportivas y las viseras y gorras americanas, estilo béisbol. Pero a nuestro hombre no le importa parecer anticuado ni extravagante, todo lo contrario, quizás sea las dos cosas, anticuado y extravagante. Un hombre avanza por la calle con su sombrero sobre la cabeza. Barrio populoso en el que un argentino de padres españoles ha enfrentado la crisis económica, la de los pobres, como ha podido, retornando al país de sus padres, esto es, no retornando a ninguna parte, ya que no fue él quien se marchó, sino sus abuelos. Y va y abre un comercio dedicado a la reparación y arreglo de vestuario. El hombre del sombrero parece un viajero del tiempo. Entra en la tienda con campanilla. La costurera, esposa del argentino que ya he presentado, mira al cliente y enseguida se da cuenta de que no es el tipo habitual. Voy a permitirme para esta historia regalarle al hombre dos de mis más preciadas pertenencias, porque creo que le vienen bien y que contibuirán a mostrar sin dudas el tipo de personaje que es. En primer lugar la chaqueta de la que hablé antes, la que tiene un bolsillito, sobre el bolsillo habitual derecho, destinado a los billetes de tranvía. Y después, le voy a encasquetar en la boca, colgándole sobre el belfo, la pipa billiard. Lo que redondea la estampa es su bigote. Este sí, propio, ni prestado ni inventado, que bien se encargó de describírmelo mi amigo argentino: uno de esos bigotes pelirrojos como brochas, sintomáticos de una espontaneidad bastante generosa con los desconocidos. El hombre saludó con un leve gesto y un hola entre dientes, luego se quitó el sombrero, que no era de la mejor calidad y cuya ala parecía mordisqueada por unos ratoncillos. Mi amigo y su esposa esperaron que sacase de alguna parte la prenda que quería componer, pero el ritual que llevó a cabo fue desconcertante; colocó sobre el cristal del mostrador tres huevos de codorniz, que apartó a un lado, y siguió rebuscando entre los bolsillos de los que salían toda clase de maravillas inservibles o inútiles, como un dedal, una goma infantil de nata mordisqueada como el sombrero, un ojo de cristal, la llavecita de un cofre, un pañuelo bordado y pelusa, también mucha pelusa. Por fin dio con una cremallera, la aplastó con las palmas de las dos manos y poniéndola sobre el sombrero expuso el motivo de su visita:
-Quiero, dijo, que me corten el sombrero por la mitad y me lo vuelvan a unir por medio de la cremallera.
La costurera estudió el encargo y sin hacer ninguna pregunta le dijo cuándo lo tendría listo y aproximadamente cuánto le costaría. El hombre recogió sus pertenencias, las devolvió a sus bolsillos y salió a la calle con la cabeza descubierta.
He tenido oportunidad de ver el resultado, un sombrero atravesado por una cremallera que posibilita que pueda dividirse en dos mitades y vuelva a cerrarse. Hasta el momento presente, y ya ha pasado mucho tiempo desde el que el encargo fue hecho, el hombre no ha ido a retirarlo. Han decidido exponerlo en el escaparate.

martes, 5 de abril de 2011

Piedras



La imagen es una escultura de Andy Goldsworthy en el Museo Nacional de Escocia

Viva la piedra que cae en mitad de un lago y se hunde. Sigue existiendo en el fondo, pero ya nadie la ve, y el brazo que la lanzó acabará olvidándose de ella, una piedra más arrojada al lago. Al dar un paseo miro al suelo y busco una piedra, pero no hay piedras sobre el asfalto. Es frustrante no poder echarse una piedra al bolsillo, para que exista allí en el fondo, sin que nadie la vea, habiéndome olvidado yo de ella a los pocos minutos de llevarla encima. Tengo que llegar hasta un lugar en el que empiece a haber piedras en el suelo. Me agacharé y escogeré una. La lanzaré. Viva la piedra que no se hunde en ninguna parte, la piedra que nadie olvida, porque esa piedra ha estado a punto de romperme la luna del coche, me dice el hombre. La guarda el guardia en una bolsa y la piedra se convierte en la prueba principal de que soy un vándalo, a mi edad, a su edad, me dicen, y tirando piedras. Viva la piedra que impacta contra el cristal que se hace añicos. La piedra que queda abandonada, pero que todo el mundo admira. Un hombre es como el río de piedras que a lo largo de su vida va encontrando. Hay olas de piedra sobre las que se puede nadar, algunos surfistas vuelan sobre ellas. Nadar en seco, como ya sabemos. Hay piedras que son el llanto, piedras que son la risa, piedras que habría que metérselas por el culo a más de uno. Las piedras en el bolsillo cuando suenan como monedas de oro. Uno va al cine y se saca unas cuantas piedras para pagar y pasa uno por chiflado. Uno escupe piedras de vez en cuando. Me llaman el hombre imposible cuando me pongo así, todos me dejan por imposible. Llevo una enorme piedra delante, me ayudo con una palanca para ir empujándola. Una piedra llena de hombres. Una piedra hueca rellena de hombres atormentados. No estoy muy seguro de cuál es mi objetivo, me limito a empujarla a través de la ciudad. Cuando me sienta muy cansado le pediré a alguien que siga con ella. Volveré a mi casa y cocinaré un suculento guiso de piedras. Sólo de pensarlo ya me relamo. Viva la piedra que late dentro del corazón. Corazones duros como piedras, lágrimas de piedra y saliva de piedra en besos de piedra con lenguas petrificadas. La mano que esconde en el bolsillo una carta de amor está dentro de la piedra a la que no le doy puntapiés. Nunca un hombre no dice que no cae en el fondo de las piedras, nunca no vuela un hombre dentro de un cielo que se ha congelado. Voy dando un sencillo paseo, eso es todo, que no se alarme nadie. Miro al suelo y me extraña no ver una piedra aquí o más allá. Si la hubiera, la cogería, eso es todo. La sopesaría en mis manos, desde luego. Y la lanzaría con todas mis fuerzas. Viva la piedra que sale volando y nunca vuelve a caer. Pero no creo tener tanta fuerza en mi brazo. La piedra seguirá ahí, sea donde sea, cuando ya nadie se acuerde de lo que me gustaban a mí las piedras, siempre que podía con los bolsillos llenos de ellas.

domingo, 3 de abril de 2011

Descubrir la pólvora



La imagen es de Bansky

Fue durante mi destino en el Levante donde realmente me aficioné a los fuegos de artificio, a las bengalas, a las carretillas, los petardos, los cohetes y a toda esa pirotecnia que deja el aire lleno de sabor a pólvora. Cuando el grupo antidisturbios del que formaba parte se encontraba con los trabajadores de los astilleros la fiesta podía durar varios días. De un lado ellos levantaban barricadas de neumáticos que no tardaban en arder con largas colas de caballo color azabache que subían hacia el cielo, del otro enseguida iniciábamos una serie de disparos al aire, como si fuésemos los cristianos frente a los ejércitos moros, zumbidos que se iban repitiendo con una frecuencia cada vez mayor hasta que de repente éramos silenciados por un estallido multicolor, arbóreo y alucinado de los fuegos de artificio que se quemaban en las fiestas de un pueblo vecino. Si alguien perdía un ojo en la trifulca lo daba por bien perdido, porque entre aquellas gentes la vida no tenía sentido si no había petardos, fuegos y ese regusto a café en la lengua que dejan los explosivos. Aprendí mucho allí de cómo había que celebrar las victorias y cómo asumir las derrotas, porque cuando el cielo se llenaba de silbidos, truenos y relámpagos de colores imposibles el majestuoso espectáculo era para todos, y sustraerse al ruido o a las imágenes se convertía en un acto inútil e infantil. Los gases lacrimógenos se mezclaban con los humos de colores y las gentes sencillas de los barrios obreros reían y lloraban sin transición, las pelotas de goma impactaban en unos escudos que los animadores callejeros habían fabricado con las tapas de los contenedores de basura. El fuego, las hogueras, las sirenas policiales, la música de las tómbolas, todo contribuía a que las fiestas patronales resultasen inolvidables, muy difíciles de superar el año próximo, aunque increíblemente sucedía, porque todos trabajábamos para conseguirlo. En una de aquellas verbenas veraniegas que coincidieron con las protestas salariales de los estibadores conocí a mi mujer. Era la cantante solista de la orquesta Crisol, encargada de amenizar el último baile antes de que se metiese el otoño en nuestras vidas. Por la mañana yo había acudido con mis compañeros al puerto para sofocar aquel jaleo reivindicativo del corte de carretera y los piquetes percusionistas. Nuestro aire de samuráis postnucleares le proporcionaba a las imágenes que luego retransmitía la televisión un impacto turístico muy atractivo, de modo que muchos aficionados a la pirotecnia disuasoria nos visitaban cada año desde los lugares más remotos del mundo gracias a esa publicidad. Por la noche otro compañero de la brigada y yo bajamos hasta el recinto ferial. Desde el primer momento que la vi sobre su escenario móvil aquella mujer me gustó, así que cuando oímos que la orquesta se despedía hasta el día siguiente me acerqué con mi amigo para invitarla a ella y a la saxofonista a tomar un refresco. La verdad es que lo nuestro fue un flechazo porque en poco menos de tres meses ya nos habíamos casado. Su familia tenía una larga e interesante tradición sindicalista en la zona, pero eso no impidió que me acogiera con gran cariño. En el fondo todos viajábamos en el mismo barco. En cuanto llegaba el buen tiempo la alegría del fuego corría dentro de nuestras venas y se iniciaba una temporada nueva con llamas, chispas, humos, petardos, tracas, buscapiés, voladores, palomitas y balas de goma, de modo que si perdías, por ejemplo, un ojo, lo dabas por bien perdido, porque de sobra sabíamos que lo más importante de todo era la diversión. Las cosas entre mi mujer y yo no acabaron bien por motivos estrictamente personales, así que después de que nos separaramos solicité un destino que me llevó muy lejos de allí, donde también las guerrillas urbanas quemaban los autobuses, donde los cajeros automáticos también ardían bajo los impactos de los cócteles molotov, donde los chicos encapuchados nos arrojaban piedras y nos levantaban el dedo medio a modo de saludo, en fin donde la fiesta continuaba, ya que siempre había sido un enamorado de mi oficio y gracias a él había conocido a gente muy interesante. Y desde entonces hasta hoy. Lo doy por bien perdido, no ha sido un ojo, sino un brazo. Pero que me quiten lo bailado.

viernes, 1 de abril de 2011

Picnic



La fotografía es de Pier Luigi Riccio

-¿Hacemos un picnic?
-Qué buena idea, la verdad es que hace un día magnífico, pero lo siento, hasta la semana que viene no tengo ni un solo día de descanso.
-Yo estaba pensando, bueno, en matar dos pájaros de un tiro.
-No te entiendo.
-Mira, podemos, no sé, te acompaño al trabajo y ya buscaremos ocasión para sacar la merienda. ¿No dices siempre que en el patio de la cárcel hace un sol espléndido y que los presos se distribuyen alrededor de un gran rectángulo imaginario como si fuese una piscina imaginaria?
-Sí,se broncean, hacen ejercicios de gimnasia, toman refrescos y fuman como si no hubiese cosa en este mundo que les preocupase. Pero hay algo que no tienes en cuenta: ellos están dentro, no pueden salir; tú estás fuera, no puedes entrar.
-Podría ser una fuga a la inversa, escapar del exterior, huir hacia dentro. Me has contado tantas cosas bonitas de la cárcel, del tiempo libre que todo el mundo goza, de las aventuras que se corren, que esta mañana me he levantado con esa fantasía.
-No es algo que esté fuera del alcance de nadie, basta con un simple robo con fuerza, un sencillo asesinato, una tímida violación.
-Ay, bueno. Mi idea era sólo hacer un picnic, estar contigo en un lugar tranquilo, soleado, y como me has hablado tantas veces de lo mismo...