sábado, 27 de noviembre de 2010

Finisterre



Este es uno de esos lugares que se llenan de gente a la hora en la que el sol se pone. Yo soy ese lugar. Hasta aquí llegan los solitarios, los tristes, esos temperamentos sensibles que saben apreciar un lugar como soy yo. Vienen y miran hacia el horizonte con los pies plantados sobre mí, cuando no sientan sus posaderas o se tumban con naturalidad. Lo que ocurre es que me aburro, sencillamente. A mí el sol hundiéndose en el mar me hace bostezar. Me aburro desde hace tiempo. A veces para calmar tanto hastío mineral me trago a un visitante, lo engullo. Pero no llega a ser suficiente. He decidido escribir lo que me ocurre, dicen que es bueno. Pocas personas habrán conocido mis lectores que se sientan un lugar. El caso es que desde hace días le doy vueltas a la cabeza, porque no sé cómo comenzar, elegir la primera palabra. Ahora mismo estás dentro de mi mente, en el pensamiento de un sitio al que la gente llega motivada para emocionarse con la belleza del mundo. Hay quien cree ya que soy el mismísimo Creador, pero yo tengo mis dudas. No temas, no te has metido en ningún lío. Los muchachos se arremolinan sobre mí y levantan una nube de polvo. Me secan la garganta. El que tose todas las tardes soy yo. No sé. Voy a contar que a mí el sol me es indiferente, lo mismo que el mar. Como fin de la tierra no tengo precio. Lo que peor llevo es que no me puedo mover, a veces sueño que soy humano, que me alejo a grandes zancadas, que traspongo por esa curva y desaparezco. Llego a una ciudad llena de luces, de bares, de mujeres. Me declaro, pero eso hace que enseguida alguien me denuncie. Y de nuevo me traen aquí, al fin del mundo, donde todo es un coñazo insoportable. Ahora con un hotel encantador.

La fotografía es de Emily Burns

domingo, 21 de noviembre de 2010

El arte de la resurrección


El arte de la resurrección, de Hernán Rivera Letelier, Premio Alfaguara de Novela 2010, 254 páginas.



La portada de este libro es una imagen de una escena de la película Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965), un acierto sublime que retrata muy bien al personaje de la novela, el Cristo de Elqui, de civil Domingo Zárate Vega, en sus andanzas por el desierto chileno de Atacama, a punto de cumplir los 45 años, con un dolor de muelas recurrente, a la búsqueda de la puta y santa Magalena Mercado, a la que se le ha caído la letra “d” de su nombre. Hay un sol omnipresente, los cuerpos huelen a sudor, a polvo, a sexo y a pobreza, pero la vida, por muy miserable que sea, también tiene sus formas de recompenza, a través de la solidaridad de la puta con todo un poblado minero en huelga, lo que ella llama “la olla común del amor”.

El título es perfecto, el Cristo de Elqui practica un arte de resucitar muertos que no ofrece resultados demasiado convincentes y en varias oportunidades se lanza al vacío para demostrar que es capaz de volar, aunque se da de narices contra los terrones secos del suelo, lo que provoca la hilaridad general, por más que algunos defiendan que previamente al batacazo se desplazó unos metros en el aire. Se trata de un Cristo humano, con una sexualidad poderosa, que en el primer encuentro con Magalena, le solicita una mamada de alivio, que ella le practica en presencia de una gallinita ponedora de huevos de doble yema, a la que llama Sinforosa, con la que finalmente se entenderá del mejor modo la técnica de resucitación. Completa el elenco de personajes principales de la historia D. Anónimo, que se ha entregado a la feroz tarea de mantener el desierto limpio de bichos muertos, alimañas u hombres, y otros residuos, ya sean preciosos o inmundos. El humor y el amor, la violencia y el desierto atraviesan cada una de las páginas de la novela. El Cristo de Elqui es un iluminado, una especie de quijote de la religión, asanchopanzado por el sentido común, capaz de contestar cuando Magalena le pregunta si le duele la cabeza: -Me duele el universo.

La cara del autor, cuya fotografía aparece en la solapa, es el registro cartográfico del territorio que nos muestra. Biográficamente es descendiente de un predicador semianalfabeto que sólo era capaz de leer en su biblia, trabajó durante 30 años como minero y sólo por medio de la literatura consiguió escapar a un destino que parecía escrito.

El narrador es uno de los obreros en huelga y nos parece todo un acierto estilítico el cambio de la tercera a la primera persona dentro del mismo párrafo, introduciendo el estilo directo sin aviso previo, cuando se refiere a los pensamientos o palabras del Cristo: “Domingo Zárate Vega, ya conocido por todos como el Cristo de Elqui, misionó primero en los pueblos y rancheríos de su provincia natal, dando consuelo a los afligidos, confortación a los desamparados y curando enfermos con sólo aplicar la fuerza de mi pensamiento, don natural que me ha dado el divino Señor, Luz del Mundo, Rey de Reyes, el mismo que cuando anduvo en la Tierra...” (pág 124)

Por orden, los mencionados han sido los tres reclamos que me decidieron a leer esta novela: la portada, el título y la cara del escritor. El hecho de que sea Premio Alfaguara no ha pesado mucho conscientemente, creo, ya que es el primer título que leo desde que existe. De cualquier forma en nada ha defraudado mis expectativas: El Cristo de Elqui es aquí una figura tan potente como la que Buñuel puso en su película Simón del desierto, su peregrinaje es igualmente intenso: manicomio, cárcel, entrevistas en los periódicos y una rectificación hacia la realidad de las milagrerías en las que se sustenta la religión popular, contado todo con una lengua rica, sensorial y plástica, que no le tiene miedo a la demora, a la recreación por medio de las palabras de un mundo en el que las emociones y los sentimientos tienen un código físico, corporal. Con esta novela volvemos a aquella tradición latinoamericana de territorios míticos como los fundados por Juan Rulfo, Onetti o García Márquez, entre otros. Así es de desprejuicida.

martes, 16 de noviembre de 2010

La Venus de la mosca



Soy capaz de todo, a estas alturas ya lo sé, me lo tengo más que demostrado en mil pequeños detalles insignificantes. Podría desaparecer de aquí y aparecer en otro país, si quisiera, con tal de cerrar los ojos y desearlo. Soy capaz de todo, me digo, mirando el techo, mientras tuerzo el cuello hasta un punto inverosímil, para no perder de vista el vuelo de la mosca con la que llevo encerrada en esta habitación más de dos días. Me van estas cosas, sentirlas, poner a prueba la elasticidad de lo real. No hay un hombre mirándome, esperando que me levante, deseando que me meta en la ducha para husmear el aire, pero ahora que sabéis que me he encerrado en esta habitación de hotel una legión de tíos tendrá enfocadas sus miradas hacia aquí. Necesito mi bolso, colgado detrás de la puerta del cuarto de baño. Saco un cigarrillo del paquete que tengo en la mesilla de noche. Lo dejo entre los dedos. Ahí lo dejo. Tendría que ponerme en pie y llegar hasta allí para coger el mechero, pero no lo hago. Tengo una uña rota y la laca se ha despostillado. Con un pico engancho un pelo rebelde y consigo arrancarlo. He dicho que soy capaz de todo. Miro hacia el suelo, que se ha ido llenando de desperdicios. Os gustaría que hubiera papelitos plateados y dorados de chocolatinas, ¿verdad? Puedo hacer que los haya. Han sido mi fuente de alimentación de las últimas horas. Ya no tengo que ir a buscar a mi bolso, pues entre los residuos del suelo hago aparecer un mechero con publicidad de una discoteca. Miro fumar y fumo, en la televisión un ser endemoniado fuma y yo fumo. Fumo con compañía, con ese ser irreal de una película antigua. Es un momento muy íntimo, pero se ve interrumpido violentamente por quien aporrea la puerta y me grita que le abra. Me sobresalto, pero no voy a obedecer sus órdenes. Hacemos como que no oímos y seguimos fumando, mi amigo y yo. Pero a él también lo llaman a la puerta, a su puerta, me mira como si dijese yo si abriré. Le hago saber que no me molesta que él abra, pero que en ese caso cambiaré de canal, y aprieto el botón. Desde fuera oigo gritos de que alguien va a tirar abajo la puerta si no la abro. Supongo que ya está claro eso de que soy capaz de todo, incluso de no abrir la puerta por mucho que la aporreen. Voy a poner a prueba la elasticidad de estas noches de hotel, la mosca vuelve a sobrevolarme, cierro los ojos para concentrarme en ella, lo que me lleva a viajar felizmente en autobús, con el cálido sol del invierno dándome en la cara, satisfecha de dejarme ir así, y entonces me tengo que remover, quitar las piernas del sitio libre que hay al lado del mío. Me dice perdona, me mira y ya sé que le he gustado. Él es así, capaz de todo, de tirar abajo la puerta que aporrea si te ha dicho que lo hará. ¿A qué chica no le gusta un hombre así? Interrumpimos el viaje y nos encerramos en una habitación de hotel, poniendo a prueba nuestra elasticidad. Siempre con la televisión encendida, me dice, no la quiere apagar. A las pocas semanas de estar follando con él por habitaciones de cualquier parte, cuya cuenta nunca abonábamos, me planteó lo que quería. Y yo le dije que sí, porque era de esperar, como él lo esperaba. Consigue todo lo que se propone. Empieza a traerme tíos amigos suyos o sólo conocidos de los bares y con una cámara lo graba todo. Por primera vez lo ha dicho, más bien lo ha gritado al otro lado de la puerta, que me quiere, todo el hotel lo sabe ya. Y la policía. Por eso soy capaz de todo, como esa mosca. Si cerrara los ojos, si lo deseara con todas mis fuerzas, podría salir de aquí, de esta habitación sucia y mal ventilada, pero el amor me ata a la destrucción. La elasticidad de los deseos nos pliega sobre el asco, sobre el miedo. ¿Cuántos días vive una mosca, cuántos días ha vivido ya esta mosca? No la pierdo de vista, tuerzo el cuello hasta ese punto al que ningún ser humano ha llegado antes en la torcedura de su cuello. De repente todo es silencio. Nadie grita, me levanto de la cama y como en un suspiro fantasmal abro la puerta. La mosca sale de la habitación y se posa sobre su nariz. Me señala su ridiculez y su insignificancia, él se limita a bizquear y yo me siento capaz de todo por la sencilla razón de que ya he demostrado en mil ocasiones que lo soy. Enseguida, aleteando, la mosca desaparece por encima de las cabezas, indiferente a lo que él y yo seamos o no capaces de hacer.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Séptimo Setenil: Los hábitos del azar: otro libro malo más que me he leído


En “Sabor de Malta” el narrador es Dios, omnisciente y antipático, el protagonista, una vieja gloria del rock, un borracho tras la última copa, el lugar, la isla de Malta, el tiempo, la época de carnaval. En “La Conjura de Belgravia” hay un vagabundo borracho que entra a formar parte del Gobierno del Mundo. “El amante importuno” cuenta cosas de un amante ¿nada oportuno? En “El indiano sentimental” el protagonista se pasea por la Habana como si se tratase de un peón en un tablero de ajedrez, manejado por la mismísima mano del Comandante. “La Flor Natural” recrea un miserable y triste parnaso provinciano, instalado en una oficina ministerial en la que nadie trabaja, repleta de poetas funcionarios aspirantes a ganar cualquier concurso literario. “La llamada” nos sitúa en un funeral, donde se reúnen para despedir a su amigo unos cuantos viejos compiches, que van revelando las luces y sombras de su relación con el finado, hasta que se produce una llamada telefónica al móvil que se ha quedado dentro del ataúd. “El horizonte de los sucesos” narra como su protagonista asiste, camuflado entre las mantas de su cama, a la agonía del anciano que hay al otro lado de su tabique, como si se sintiese parte de un sueño de alguien. En “Intermitencias” se escribe: “Luego se oyó, horrísono, el grito de una lechuza o de un dios abrasado por los celos”. “Las palabras muertas” es la historia de una mujer que lleva a las oficinas de una editorial el manuscrito de la novela de un hijo muerto. “El país de los muertos” nos presenta la mirada de un niño ante todos los signos que van desvelando la tragedia familiar de la muerte en accidente de tráfico de un joven pariente. Son los diez relatos que componen la obra titulada Los hábitos del azar, de Francisco López Serrano, ganadora de dos premios importantes en el panorama literario nacional, como son el V Premio Internacional de Narrativa Corta Generación del 27 y la séptima convocatoria del premio Setenil de libros de relatos. Quiere decir que escritores del renombre y la reputación de Juan Campos Reina, como presidente del jurado del Generación del 27 (suponemos que quizás en una de sus ultimas actuaciones antes de morir en Octubre de 2009), Clara Sánchez, Mercedes Abad, Miguel Romero Esteo, Eduardo Jordá, Pedro Tébar, Aurora Luque y José Antonio Mesa Toré, como secretario, más los del Setenil, Andrés Neuman, María Dueñas, Ramón Jiménez Madrid y Manuel Moyano, han destacado esta obra sobre otras muchísimas que competían por hacerse con esos galardones. Uno nunca sabe muy bien cuál es la competición en los terrenos artísticos. El caso es que la colección de la que estamos hablando puede resultar digna y convincente en su propuesta, con una factura de escritura elaborada y el planteamiento de situaciones y anécdotas que se resuelven con soltura profesional, pero más próxima a una colección primeriza que al lugar que, según la solapa, le corresponde dentro de la obra total a su autor, que ya cuenta con dos libros de relatos publicados, tres novelas y varios poemarios. Desde ese punto de vista, desde ese lugar, se nos podría antojar de un resultado mediocre, con poco nervio en sus historias, a veces muy cercanas al chascarrillo, llenas de tópicos, con un estilo afectado y esa impostura antipática de los temas importantes. En la solapa del libro no deberá pasar inadvertida la siguiente afirmación: “En el panorama de la literatura española plagado de libros anónimos con el nombre de un autor intercambiable en la cubierta, Los hábitos del azar constituye una rigurosa apuesta por una narrativa donde el estilo aún cuenta.” Sustentar el mérito de una obra sobre ese demérito generalizado de las demás es ya un tópico en muchas de nuestras opiniones. El caso es que me estoy refiriendo a una obra que ha recibido el respaldo de dos importantes premios con una prestigiosa corte de ilustres escritores a su frente. Alguien podría pensar que me mueven los celos o la envidia, y estaría en su derecho. Otros quizás echen mano de cierto deseo de notoriedad. Mis objeciones, no obstante, proceden de una lectura independiente y de un ánimo con tendencia a ciertos radicalismos. Si Los hábitos del azar es lo mejor que se publicó en el 2009-2010 en el terreno del cuento, apaga y vámonos. Debe uno alegrarse de todos los libros malos que ha escrito, pero debe uno alegrarse más de los libros malos escritos por los otros, la mayor alegría nos viene por todos esos libros malos que son premiados a lo largo y ancho de nuestra geografía.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Rehén




En La Comunidad Inconfesable, revista sobre lo breve, aparece mi microrrelato Rehén, aquí dejo el enlace.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Cortar




Los críos miraban hacia donde yo les señalaba en la pizarra con aquella flor rota que era mi mano. Miraban allí, pero sólo veían dentro de sí mismos algo atroz. Era un truco, además. Me guardaba yo mucho mi mano mutilada hasta que me parecía que era el momento de sacarla y ponerla a trabajar. Desde luego los mayores ya le habían ido con el cuento a los pequeños. Le faltan dos dedos, dos dedos no, le faltan tres. Pero tarda en sacarla. El año pasado no la sacó hasta Mayo. A veces yo hacía amago de sacarla y la clase se helaba de silencio. Hubo un año que no la saqué, aquel en el que los dos hermanos se ahogaron en el río. No me hizo falta. ¿Nunca ninguno me preguntó nada? Hubo otra vez que un chico listo, delgaducho, pálido, me pidió que contara lo que había ocurrido. Está bien, le dije, como si los demás ya no estuviesen allí. El viento ululaba. El viento ya ulululaba antes de que yo sacase aquel día la mano. Luego, bueno luego, años más tarde, me confesó, cuando ya era un hombre, el chiquillo, que había adivinado que aquel día yo iba a enseñarla por fin. ¿Y por qué? Por la ropa, me dijo. El tipo de ropa que yo solía llevar a clase, no sé, era una camisa, unos vaqueros y una cazadora para el frío que siempre hacía. Pero aquel día llevaba usted además un pañuelo al cuello. Yo pensaba que no lo premeditaba de esa manera, sino que surgía de un momento de dificultad que se presentaba. Que la sacaba como un recurso más para dominarlos. Pero aquel antiguo alumno me dijo que no, que él sabía desde la primera hora que aquel sería el día en que la sacaría y que no se lo dijo a nadie. Sólo en voz alta, trémula, pidió que yo contase qué había ocurrido, dijo qué, eso lo recuerdo perfectamente, no cómo. La clase tenía un descolorido mapamundi en una pared, adonde todos mirábamos con nostalgia. Por la ventana se veía el prado y alrededor las montañas con sus eternas cumbres azules, descoloridas también. Había un crucifijo por encima de la pizarra. Cuando me hice cargo de la escuela subí la pizarra y el crucifijo quedó encajado hacia el techo. De otra forma no me hubiese sido cómodo escribir en ella. Uno de los pequeñajos se atrevió a decir lo que todos estaban pensando en ese momento. Maestro, qué alto es usted. A veces los dejaba haciendo sus tareas y me salía afuera a fumar. Desde la calle miraba hacia dentro y ellos cuchicheaban fingiendo aplicación. Era salir afuera a fumar y sentirme un extraño, como si no fuese yo, no sabía qué hacía en aquel lugar. En ocasiones me tenía por irreal. El chico me dijo que la exhibición de mis dedos cortados era una forma de adquirir la realidad que me faltaba. Ellos se espantaban al verte y tú te crecías. Hasta ese momento me había tratado de usted, pero cambió al tú en esa frase. Estábamos en la barra de un club de alterne, con una mano en una copa y la otra en el bolsillo de los pantalones. La imaginación infantil es truculenta. Las putas, después de todo, también son seres atrofiados, fantasiosos, que buscarían en la vacía prolongación de mis muñones una caricia imposible. Allí yo escondía la mano. ¿Dónde puede esconder un hombre desnudo la mutilación de sus dedos? Dentro de una mujer desnuda. Las chicas se lo contaban unas a otras. Allí, en la pizarra, en aquel valle frío y silencioso, pasaba ante sus ojos toda una serie de posibilidades que les helaba los sueños. Había quien decía que me había estallado un explosivo mientras lo manejaba como un terrorista poco profesional. Otro insistió en lo que había oído en el pueblo, que los dedos se los había llevado en una bolsa de plástico el acreedor de una apuesta que yo no había podido saldar. De cualquier manera mi llegada a la escuela del valle había introducido en la imaginación de sus habitantes, mayores y pequeños, el espejo de un miedo atroz que se levantaba de lo más profundo de sus temores, como la niebla que subía cada mañana por la ladera de las montañas. El pánico larvado a través de todas las pacíficas tareas cotidianas a las que durante generaciones se habían entregado olvidando que no lejos de allí había un mundo desconocido, cuya desvaída representación se hallaba en aquel mapamundi de la escuela, que padres e hijos habían visto sin ver, con una nostalgia efímera, con una ensoñación blanda, que enseguida quedaba sepultada bajo el estiércol de las vacas del valle, famosas en todo el país por su carne y por su leche. Podría decir que el futuro de aquellos chicos se empañaba cada vez que yo sacaba la mano y la ponía en la pizarra acompañándome de una blasfemia para hacerlos callar, para reprenderlos por los malos resultados de un examen o para advertir que no toleraría una pelea más. En realidad, en una cosa sí que tenían razón, yo era un enviado, no sé si del demonio, como propaló el cura, apoyado por sus beatas. Pienso ahora que yo era un enviado necesario. Le dije a mi antiguo alumno que no se preocupase por mí, que subiese con la chica, que lo esperaría allí tomando otra copa. Los vi ascender por unas empinadas escaleras, aferradando él su borrachera a la cintura de ella con una mano y la otra en el bolsillo. Tragué una bocanada de aire, y le dije: así que quieres saber qué ocurrió. Mocoso. No dijo nada, se limitó a mirarme, cabeceé y sin dejar de mirarlo dejé la mano fuera y me paseé por toda la clase para que todos la contemplasen de cerca. Se me hizo un nudo en la garganta. Eso fue todo. Les ordené que cerrasen sus cuadernos y que saliesen de mi vista. Todos se marcharon, excepto él, que no se movió de su asiento. Puse la mano sobre el pupitre, la miró y levantó la vista hacia mí, sin miedo. Le señalé el mapa de la pared. ¿Adónde te gustaría ir? Me dio la impresión de que era la pregunta que había estado esperando, porque se puso en pie y allí, en el mapa, señaló un punto, que no logré ver, porque en ese momento mi vista ya se había nublado. El nuevo maestro pidió que le bajasen la pizarra. El inspector siguió de cerca la marcha de la escuela. Los críos contaban que el primer dedo le llegó a mi esposa, el segundo a mis padres, el tercero a la prensa. Los críos tenían sus propios juegos, una fabulosa imaginación, a pesar de las rutinas en las labores agrícolas de sus padres y abuelos. Cuando mi antiguo alumno bajó me hizo un guiño obsceno, desagradable, sacó la mano del bolsillo y la puso sobre la barra. No lo sé ahora, quizá le faltaban dos dedos, o tres. Le dije a mi hermana que no sería capaz de cortarme los dedos con el hacha, ella dijo que sí, puse la mano en la tierra y le dije: tira. Cortó por lo sano. Cortó por lo podrido. Me miró y en su rostro estropeado por los vicios de una vida sin rumbo, todavía pude hallar un chispazo de orgullo infantil en sus ojos.

La imagen es una pintura de Oswaldo Guayasamin titulada "Llanto"