miércoles, 30 de diciembre de 2009

Indiscreciones


Foto de beagle 34, procedente de filckr. Una barbería típica-Gabes-Túnez

Me levanté antes de la hora que hubiera querido. Fuí a la cocina a beber agua y estaba asomado a la ventana que da a la calle cuando lo vi saludar a una mujer con la que se encontró de frente.
Camina con torpeza, como un anciano prematuro, y mira ligeramente a uno y otro lado. En él reside la consistencia de la calle en la que vivo, en él está el secreto de estos días templados, otoñales, pero el caso es que sé muy poco de él. Y quizás sea precisamente ese el motivo. No creo que sea una persona interesante, no más que cualquiera. Tiene una peluquería de caballeros abajo, un negocio que sólo abre por las tardes. Yo tengo dos ventanas hacia esa calle: por la que miro desde la cocina mientras bebo agua y decido qué hacer y el hueco acristalado que queda a mi derecha, cuando estoy sentado a la mesa. Mis observatorios indiscretos. Iba a decirlo antes: es un hombre joven, eso que algunas personas llaman un chico. No le pregunto a los vecinos, no entablo conversación con él, me limito a mirar. Por la ventana, pero también en la calle cuando paso cerca de él, o desde lejos le veo el bulto de la panzita, asomado a la puerta del negocio. Lo veo con una de esas espantosas cazadoras de entretiempo de color rojo y también veo al dueño de la mueblería con su bata de color verde hospitalario. Veo a todas esas mujeres que pasan mientras miro, y sé que en todos ellos hay algo más que lo evidente, algo más que lo que podrían contarme si los interrogara, pero sólo en él está la pieza con la que puedo completar el puzzle, con la que sentir la redondez de las tardes que son de nuestra no existencia, que quizás en el tiempo (pasado o futuro) ya me fueron (o serán) negadas. Esa sensación de querer recuperar lo que nunca se tuvo (tendrá). El año pasado la peluquería cerró y abrió intermitentemente, y cada vez que anunciaba una reapertura y un horario nuevos los incumplía. Barajé distintos problemas domésticos, personales, familiares. Ahora sólo trabaja por las tardes, peinando, las más de las veces, a señoras mayores, a pesar de lo que dice el cartel, “de caballeros”. Lo veo empujando la silla de ruedas en la que no es difícil suponer que va su madre. Luego en la plaza de la castaña en un banco de piedra con esa concentración de vida triste de los viejos. Las escenas sustanciales son breves y efímeras. Me pongo los pantalones y me dejo la misma camiseta con la que he dormido. Tengo un día entero para rellenar, la comida del mediodía con unos amigos que hace años que no veo: un encuentro emocionante, pero ni mucho igualable a la rutina, la merienda de cumpleaños de mi sobrina y un par de textos que me propondré corregir, como si hubiera posibilidades de enmienda. Paso el día pensando en volver allí, al lugar de los observatorios, pero me he propuesto fingir que no me interesan. Abajo irán desfilando sombras de las que no puedo saber nada. Y sobre todas ellas, la que me puede dar una pista, para descifrar el lenguaje de lo que es esencial en este territorio, es la suya, la de un pobre diablo sin mucho qué decir, insignificante en su avatar diario, ignorante de su potencia, con un gusto deleznable en la combinatoria de cazadora y pantalón, que me inspira desprecio, como un ser humano puede sentirlo por otro, con una verdad absoluta. En otro tiempo puede que algún día le sonriera al cruzármelo, puede que intercambiase con él algunas palabras en su establecimiento, mientras me cortaba el pelo. No, estoy seguro de que lo hice.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Aquel frío





Lo digo así, muy reconocible:
me acodo en mi recuerdo:
yo he pasado mucho frío
y en mis ojos musgosos está el rastro.

Mis hijos no me llaman porque antes de nacer
se deshicieron en mi memoria, pero también de mi memoria.
Mis hijos gritan desnudos en un baño caliente
con esa alegría de dedos arrugados.
Que no lo sepan, que me acodo en mi recuerdo:
todo está tan lejos de ellos
como estuvo de mí el temblor
de mis ancestros.

No es posible ni fiable el frío de otro tiempo
en el tiempo de hoy.
Sólo leyéndolo me parece que puedo soñar
aquel frío. Alguien escribe que siente frío
e inmediatamente mi frío se hace presente.
Aquí.
Yo soy un hueso en el aire helado,
un instante bajo la tarde sin sol,
la píldora que hace efecto en tu sangre.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Que lo paséis bien estos días

en los que casi todo lo que se hace es un poco ridículo y está fuera de lugar, tanto si uno es indiferente como si se entrega a la fiesta.

A los lectores, a los comentadores, a los paseantes de este blog,

mis mejores deseos.




¿Por qué pongo esta imagen? Pues porque es el libro que estoy leyendo y me está gustando mucho.

domingo, 20 de diciembre de 2009

negros agujeros de imán


Peluca, de Peru Saizprez

Abriste las piernas
y una araña bostezó con la criatura de ojos
meditabundos dentro de la boca
Cerraste las piernas y sonrió el peludo
carnicero de mi calle
idolatrada
un transeunte no pudo apilar entre tus piernas
la viga del ojo de su vecino
la tela del muerto en la casa de la gusana
cansada lastimera cunilingual
quimérica zona cero negra y despatarrada

una fuerza de atracción
un energúmeno número con tendencias infinitas
y la probabilidad más o menos determinante
de acertar entre ellas, abiertas o cerradas

peluda canción de las piernas unidas en un
vértice de ojos tristes

lo quieras o no, las noches nacen allí mismo

sábado, 19 de diciembre de 2009

Autorretrato para facebook


La pintura es de Wladimir Dragossán

Como y bebo lo que otros no pudieron ni comer ni beber
manjares convertidos en macizas piezas de oro
excrementos que navegan entre las aguas callejeras
ensaladas de pelos y emblemas con aliño
Me visto con el traje de los hombres emplumados
habito una casa que está en el aire
con alfombras sutiles
donde dejo un rastro de agujas cosidas
a mi piel
fumo tranquilo como el hombre de una serie de televisión
pero soy la chica
¿no has visto mis labios carnosos pintados?
¿no has tocado aún mis pechos como golosinas?
¿no deseas de verdad pellizcarme?
Como y bebo hombres enteros o por partes
manjares desmenuzados para una macedonia
de narices con pechuga
de brazos clavados en una sandía

martes, 15 de diciembre de 2009


La imagen es del poeta visual José-Carlos Beltrán y se titula Métrica para soñar

A veces tapo el agujero en mis zapatos
con una piedra negra que digo que eres tú
A veces levanto una copa vacía
a un aire lleno que digo que eres tú
La costumbre es un hilván roto
por el que camino como un funambulista
en ese cielo claro que digo que eres

A veces me comen los bolsillos
los dedos y como si fuesen bocas
mis bolsillos roídos te quieren besar
A veces me cubro con una colcha de hierba
o de polvo o de pelos o de palabras
y mis zapatos abren sus fauces
no como si fuesen tigres hambrientos
sino como teclados con ganas de perder su virginidad

Olvidé lo pobre que eras
mi señora mi muerte olvidé
lo pobre que era yo mismo
pero no acabo de entender cómo
puede olvidarse un hambre que nos hace aullar
entre extraños una sed que nos hace boquear
como a peces

A veces volví mis ojos y entré en Google
buscando banderas calcetines espadas
con las que vestirme para contemplar
la sutil luz con que tú me contemplabas

A veces hice de las madrugadas
tardes enteras con o sin nadie

sábado, 12 de diciembre de 2009

Los pelos de mi barba


ZZ Top


Soy uno de esos hombres a los que le está saliendo la barba
sin ningún tipo de misterio
mi barba poética es mucho
más larga que los pelos de mi barba
la sombra en mi rostro es la sombra
que quiere herir la luz de los demás hombres
Por eso huyo de todas las ciudades
No hay misterio Sólo ganas de escapar
Es mi oficio quizás el que hace que la muerte
no sepa dar conmigo
Nací en 1964 como muchos hombres y mujeres a los que en
este instante le está creciendo la barba
sin ningún tipo de misterio
Hoy es 12 de Diciembre del año 2009
Mi barba es un río de luz
mis hijos se acercan a ella
como si fuese un mar
por el que pudiesen caminar
Los pelos de mi barba son hilos de oro
largos filamentos de fibra óptica
para facilitar las comunicaciones
La canción de los pelos de mi barba
le da sentido a ese misterio inútil y hueco
en el que nos sumergimos nada más surgir
Miro fotografías de cuando era un niño
en 1969 y estoy con un paquete de galletas en una mano
y una barba larga que me llega a los pies
Soy uno de esos que se escapa
que sale corriendo enredándose los pies
con los pelos de su barba
No hay camino que no esté tapizado
por un manto de pelos que una vez estuvieron
en mi barba
Los hombres están cosidos con ellos
Las ciudades tienen sus cimientos en
ellos
Es la moneda con la que se comerciará muy pronto
Os convendría dejaros crecer mi barba

viernes, 11 de diciembre de 2009

Regalo mi biblioteca


Manolo Valdés, Biblioteca

Tengo gordísimos libros de poesía que hablan de la vida y
del tiempo a 20 euros el tomo
Me he pasado horas mirando en sus huellas blancas
en las oquedades de sus voces
para oír los cantos de las sirenas
que me estaban esperando fuera de sus páginas
Sus autores no son sino truhanes emplumados ya
de sus propias palabras
Hace 25 años me gasté en ellos el dinero que no tenía
esa es la única lección que aprendí
pero no de ellos sino de mí mismo
la necesidad de una elegancia superflua
No quiero que los hereden mis hijos
no quiero vivir entre las ruinas de ninguna inteligencia
No os los cobraría
sólo tendríais que venir a recogerlos

jueves, 10 de diciembre de 2009

Condicionales para perderlo todo


Virginia Jiménez, ilustración para "Tributo a Fonollosa"

Si si vas a vivir poco tiempo
piérdelo como si fueras adolescente
Si si vas a vivir 100 años
pierde el sueño como si fueses
a morir pronto
Si si vas a vivir con dinero y morir pobre
o si vas a morir amante y vivir amado
Si vas a morir entristecido
boquiabierto quebrantado
luminoso como los locos
Si vas a vivir después de muerto o
no tienes ningún interés en seguir vivo
pierde todo lo que tengas en los bolsillos
pierde tu tiempo
pierde tu salud
tu carne tu hambre tus ojos y tu lengua
piérdelo todo en ese agujero abierto en ti
pero si descubres que nunca has existido
ay si nunca estuviste muerto ni vivo
nada nada te tengo que decir
eres tú el que habla con un látigo
sobre mis heridas
del alma sin crédito

martes, 8 de diciembre de 2009

mirando una foto anónima cualquiera en su cabecita hace reflexión

me miras con esa cara de guarra
como si quisieras decirme que me ausente
un poco de la vida
y que me vaya contigo a ese paraíso
de pornografía de los colores
el celeste sobre el negro
las rosas tras las amapolas
los colibríes dentro de las piernas hacia la boca
por donde mueren los peces
qué fotografía tan saturada de tí
qué labios y qué ojos y qué nariz tan grandes
la apuesta de la última tarde en la última taza de té
me miras con esa cara de ángel
como si quisieras que yo me ausentara
y te mirase con el brillo turbio de la adolescencia
que no me conociste

lunes, 7 de diciembre de 2009

la máquina del hambre


que se mueran de hambre todos los que se mueren de hambre
y que también se mueran de hambre los que todavía no se mueren de hambre

que se mueran de hambre todos los negritos hambrientos
y todos los que intentan evitar que se mueran de hambre los negritos hambrientos

que se mueran de sobredosis todos los yonquis hambrientos
y todos sus camellos hambrientos que se mueran de sobredosis

que se mueran de hambre todos los poetas hambrientos y que se mueran
de sobredosis todos los poetas que no pasan hambre

que se mueran de hambre los pobres o de sobredosis
y que los ricos se mueran de pobreza

que se mueran de riqueza todos los ladrones
y todos los empleados de las fábricas que se mueran

que le aten una piedra al cuello a los ángeles y a las palomas
que les den un veneno de paz que acabe con ellas

que se muera el mundo que se muera la naturaleza
que se muera la muerte las noches y los días

que no haya nadie en pie con esperanza

que nadie tienda la mano

que los bosques se echen a arder

que los coches se salgan de las carreteras

que los mares lo ocupen todo y luego se sequen

que la sombra que te cobija te trague y te escupa en el infierno

que no encuentres en mis deseos humor

he inventado una máquina en la que si introduces una moneda de poco
valor te morirás de hambre
la máquina del hambre devorará tu belleza de la hambruna
la máquina del hambre se instalará en tus ojos
y no podrás ver otra cosa que hambre hambrienta
en la máquina del hambre muerto vivo
muerto vivo
en la máquina del hambre
como en cualquier oficio que mata el hambre

domingo, 6 de diciembre de 2009

Cohetes


El cohete, Julio Romero de Torres

Son muchas cosas las que no hacen falta
ni que yo te conozca a ti ni que tú me conozcas a mí
tampoco es necesario evitar repeticiones cacofonías
o crear misterio si no hay misterio
En el amor y en los poemas pasa parecido
que se pueden ir a pique yéndose a pique
porque por medio haya cualquier tipo de imbécil
haciendo el imbécil
A veces uno tira un cohete y sale bien
otras veces el brazo se adverbializa
y el verso peludo se entrega con docilidad
luego llegarán los sustantivos para darle una marca
a tu mundo
Pueden ser niebla, comercio, metales, escafandra,
plasma
, etcétera
si tienes la oportunidad preciosa de callar
y no añadir ruido

sábado, 5 de diciembre de 2009

El coche


Museo Vostell, Malpartida de Cáceres, coche, foto de Álvaro M.

-El coche es mío, me dijo.
-Eso no te lo discuto, le dije, sólo quiero que me lo prestes para el fin de semana.
-Es mío y lo necesito el sábado.
Aquella insistencia infantil en la declaración posesiva me desveló de repente el aire ridículo de su aspecto: las patillas enmarcándole la cara mofletuda que le llegaban a la mandíbula, y comprendí que su aire moderno sólo era eso, un balón de fatuidad; las espinas tatuadas en torno al brazo blanco y gordo eran una mancha de suciedad para siempre. Esa mierda que cada día que pasaba me ensuciaba más a mí. Esos dos mismos rasgos con los que hacía sólo unos meses lo había vuelto a ensalzar. Me hubiera parecido patético de no ser porque se imponían por encima de cualquier otro sentimiento la rabia y el enfado.
-Habría que ver de quién es el coche, dije, ahora resentida.
-El coche es mío, volvió a decir.
-El coche es mío, dije, haciéndole la burla.
-Lo paqué yo, dijo.
-Sólo quiero que nos lo prestes para el fin de semana. No ya a mí, sino a tus hijos, dije.
Miró a los niños e hizo un gesto negativo con la cabeza, del que enseguida se arrepintió.
Mi amiga Lu me había invitado a pasar el fin de semana en su casa, pero necesitaba coche. Enseguida había pensado en nuestro coche. Era evidente que todo lo nuestro, había dejado de serlo. ¿Todo lo nuestro?
-Pero esos de ahí son tus hijos, ¿no?
Me miró con dureza.
-No me jodas, dijo.
El mayor dejó de lado la pantalla de la televisión y nos miró para volverse enseguida hacia los dibujos animados. El pequeño dormitaba en la mecedora.
-Para que viajéis los tres, el autobús es más seguro, dijo.
-No me lo puedo creer, dije.
-¿Cómo van a ir los niños solos atrás? Dijo.
-Pues ve tú al cuidado mientras yo conduzo, ¿no te parece?
Se levantó como si un resorte en el culo lo hubiese empujado.
-Así que no te fías de mí, acusé.
-Ya te he dicho que necesito el coche el sábado. Me voy a marchar, anunció.
Se acercó a los niños y se despidió de ellos sin que le hicieran mucho caso.
Encendí un cigarrillo y me fuí a la terraza. Lo ví cruzar la calle y montarse en el coche. Tardó en salir, como se hubiese estado entretenido en elegir el cd que iba a poner. Era lo que siempre hacía. Por la ventanilla salió una bocanada de humo y emprendió la marcha. Cuando desapareció en la esquina, volví adentro con la colilla en la mano. La tiré al váter y comencé a llorar.
-¿Tu amigo se ha ido? Me preguntó Marc.
-Tenía prisa, le dije.
-¿Por eso lloras?
-No, es que se me ha metido algo en el ojo.
Para Marc su padre era mi amigo. Volví a notar la punzada de algo molesto en el ojo y regresé al cuarto de baño.
-No te preocupes, me dijo Marc, a mí cuando eso me pasa, cierro los ojos fuerte fuerte y se me quita. Pero tienes que tener los ojos cerrados hasta 10.
Hasta 10, en efecto. El truco estaba en ir contando y no abrirlos antes.

Bob Esponja



qué densas flores qué pesadas estancias
y rancios besos de amante opaco
todo en usted trasciende como humo
que va por las nubes
amigo mío permítame que le aconseje algo de mundo
mire la tele y déjese de tratados
métase en el mar con un bañador de colores
y déjenos beber la blancura de sus pechos
peludos
el sol reflejado en su espejo retrovisor en un atasco
caminito de un pinar con compañía
la poesía de los poetas que se fijan en los colores de
los toldos no será consuelo suficiente para usted
ni el perfume de los jazmines
ni las ondas subacuáticas de un artefacto melódico
qué pesada herencia qué mortandad tan grande
le provoca ese legado
que tenemos que acuchillarle
pero si sigue todas nuestras instrucciones
se convertirá usted en un firme candidato
al puesto que todos desean
en el despacho de la FELICIDAD

viernes, 4 de diciembre de 2009

Religión


el hombre que viaja a mi lado parece amable
pero yo no tengo dudas acerca de su mente criminal
sin embargo el conductor que tiene unos ojos muy sucios
sólo desea abrirme como una fruta y comerme
hay un ciego enfrente
me encataría que tradujeran mis
pensamientos a braille y que un ciego los pudiese leer
mientras los voy pensando
es decir que alguien me acariciara
las ideas
el autobús está a rebosar
qué fea es la gente en los autobuses
qué fea yo misma reflejada en la ventanilla sobre la que registro
todo lo que se refleja
qué fea es la poesía qué feo el mundo y qué feo el mar
los martes y la música
un chico me mira el escote no lo veo pero lo siento
me gustaría metérmelo escote abajo
y que buceara dentro de mi vestido
la ciudad es un largo camino de caminos con gente
que quiere bucear dentro de gente
la ciudad es un zumo negro que un chico fotografía
me mira y dispara
unos ojos al otro lado del cristal en el autobús
soy la máscara de la mácara que lleva en los labios
un temblor
me gustaría tener el correo lleno de mensajes de gente
que me insultase
pero todo es tan cursi
qué cursi es la gente el autobús el mar la música
la televisión las drogas
me queda la esperanza de encontrar a Dios bajo el felpudo
cuando llegue a casa
pisar y que salga como un chiate
como al estrujar el bote de ketchup
he de pasar antes por Mercadona
para comprar un revólver de cristal
quiero celebrar a tiros mi cumpleaños

jueves, 3 de diciembre de 2009

Ícaro y su puta madre


Ícaro representado por Matisse

Yo iba subiendo, emplumado,
como un cohete de necesidades,
aferrado a las escalas que me ofrecían
los poetas,
pero de repente mi plan inicial
se vino abajo y comencé a caer como una lluvia de ceniza
en un charco hondo de deslices
y promesas,
me quedé hasta la madrugada viendo la televisión:
gente en la cocina con robots multiusos
o fortaleciendo sus abdominales sin esfuerzo.
Quizás más que un mito clásico adaptado
a los tiempos
tú necesitas otra cosa, quizás que te arrime el taburete
a los ojos dry-marini,
quizás un gesto nuevo en el enésimo cigarrillo.
Pero no sé, no tenía que haberme puesto a pasar
ya el poema a limpio.
Nadie parece hacer lo correcto.
Sin embargo ahora estamos aquí,
después de cientos miles de azares,
en la boca de este pozo,
ofrecidos al comercio de la carne
como símbolo.

martes, 1 de diciembre de 2009

Consunción virtual


Un fuego que hará estallar los cohetes
de nada y nadie en un cristal
un fuego o ardor en la yema de mis dedos
sobre tí
sobre tí
pantalla táctil piel líquida
órgano interno sacado afuera
corazón hígado lengua
en el escáner en la fotocopiadora
en la memoria de tu cámara digital

Deshielo en proceso de sangre y saliva
o de cielo o de río o de piedra
o de pixel o de caries o de hilo
hoja murmullo ceniza

Un fuego que se consume imposible en el vacío
te ves perdido en un videojuego
uno de aquellos puntos que engullía el comecocos

Nada arde nada quema
Es posible entrar y salir en el videofuego de las palabras
sin sudor
pero siempre con hambre

lunes, 30 de noviembre de 2009

Las palabras nos desdibujan


La imagen es de Chema Madoz

La palabra que algunos
poetas no quieren dejar fuera
de sus poemas es pixel

Otros no renuncian a tesela

Yo debo recurrir antes que a ninguna
de esas dos a caries

pero no soy el único imagino

podéis enviarme vuestras muestras
por correo electrónico

que ve machas imperfecciones agujeros
en el azogue donde se dibujan
paisajes árboles con caries
rostros amadas con caries
bodegones lebrillos con caries

La misma página de la pantalla
en la que escribo está afectada por un virus
que la hace como la boca de un hombre
que se pudre fuera del tiempo

viernes, 27 de noviembre de 2009

Hijogato


Miquel Barceló, Gato (1981)

a Pablo

Puse las piernas en alto
de puro triste
y abrí el libro, como si en él
me esperase usted, señora, mi muerte,
dos mil años arriba abajo.
Altura y pelos, cómo sustraerse
a este título del poeta César Vallejo.
Y en aquel instante de leer
"¡Ay, yo que sólo he nacido solamente!",
mi gato me saltó encima para dar fe
de que los poemas existen
fuera de los poemas.
Mi gato pasó por mis piernas
como si mis piernas fuesen un puente
sobre un río muy hondo.
Al llegar al otro lado se volvió
y vio humanamente
enseguida
que yo nunca he tenido un gato.

martes, 24 de noviembre de 2009

La ciudad feliz, de Elvira Navarro


Elvira Navarro, La ciudad feliz, XXV Premio Jaén de Novela, Mondadori, 2009

La ciudad feliz está compuesta por dos novelas cortas en principio independientes, dos historias tituladas “Historia del restaurante chino Ciudad Feliz” y “La orilla”, que más allá de un delgado hilo en el que el personaje central de la primera aparece mencionado en la segunda, comparten esa mirada inocente que se empieza a contaminar con el descubrimiento de que el mundo tiene una cara sórdida.
La primera novelita cuenta en tercera persona la lucha de Chi-Huei y su familia por salir adelante en España, desde un asador de pollos-restaurante chino, donde la disciplina, el trabajo y el sacrificio le imponen al niño unas condiciones especiales que van a determinar su carácter. En realidad la familia sólo tiene un discreto barniz chino. Podría haber sido ucraniana y nada sustancial hubiese cambiado, o una de esas familias españolas de hace treinta años en un naciente barrio obrero. La cita introductoria de Georges Perec dice: “Contra la memoria nos queda el olvido”. La mirada del niño descubre la crueldad del mundo al que la familia, en especial la madre y el abuelo, quieren pertenecer por medio de un negocio propio, alejado de las mafias, pero también la del mundo que queda atrás, en China, a través de la figura deshecha del padre. La necesidad de dinero, el ahorro y la miseria emocional que conlleva la precariedad material son el marco que limita las relaciones familiares: necesidad, amargura, odio y desprecio, sobre los que Chi-Huei, a través de la voluntad, habrá de construirse.

A mi parecer está mucho más lograda la segunda, introducida por la siguiente cita de Georges Perec: “Contra el olvido nos queda la memoria”. En ella se nos cuenta la relación de una niña, o preadolescente, todavía en Primaria, con un vagabundo por el que empieza a sentir fijación, desde que descubre que él la acecha. Lejos de todos los elementos morbosos que podríamos imaginar, se trata de la puerta que le sirve a la niña para dejar atrás la infancia. La inquietud no se circunscribe a los manidos clichés de asedio sexual, ya que la curiosidad de ambos sobrepasa la ruindad típica de esos límites. El mundo que hay frente al jardín de infancia puede ser duro y sucio, pero mucho más interesante que los algodones con los que papá y mamá nos quisieron empaquetar la existencia. Vida de barrio en la ciudad, un bar, el transporte escolar, las clases, una academia de dibujo, todo es ruido de fondo para el cortejo existencialista de dos seres que están solos y lo seguirán estando después de todo. Un final excelente, a la altura de todo el desarrollo de la historia. La intervención bienintencionada de los padres no hace si no descubrir, dejar en evidencia la gran cicatriz personal y social de quien está dispuesta a crecer, la traición que supone seguir adelante, el dolor íntimo que desde entonces anidará dentro de la niña. “La orilla” está contada con sencillez y eficacia en primera persona, su confidencialidad es discreta y evita todo vago sentimentalismo.

A Elvira Navarro la entrevistamos desde este blog sobre su anterior obra La ciudad en invierno. Aquí.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Noticias del espacio exterior con risa


El canadiense Guy Laliberté, fundador del "Cirque du Soleil" ("Circo del Sol")

Echan el cierre dos blogs dedicados al mundo del cuento, Masacre en los jardines y El síndrome Chéjov. Se levanta una espesa polvareda sobre la poca tolerancia crítica de los escritores, las susceptibilidades de editores y críticos. Particularmente creo que hay poco sentido del humor en los arrabales de la literatura, se presume mucho y se tiene muy poco sentido de la realidad. No me gano la vida escribiendo ni lo pretendo. Creo que los intereses giran en torno a círculos en los que sus miembros se vigilan unos a otros. Con un simple vistazo desde el espacio exterior este cosmonauta ve dos grupos diferenciados: los autores que orbitan en torno a las bitácoras nocilleras, por un lado, y por otro, aquellos que navegan en la estela de una nave a la que quizás les gustaría subir, como es la editorial Páginas de Espuma, o La nave de los locos de Fernando Valls.
Ni unos ni otros son capaces de reírse de si mismos, pero sí un poquito de los del otro lado. Como no me va nada personal ni con los de aquí ni con los de allí y como de todos tengo cosas que aprender, unas veces para no hacer lo mismo y otras veces para intentar hacerlo parecido, diré que decir todo lo que uno piensa es absurdo, no lleva a ninguna parte. Pero me he reído, en ocasiones, de unos y de otros. ¿Lo habré hecho ya de mi mismo? De quien no me río es de tí, querido lector, hasta que bajas los ojos de la pantalla, entonces ya sí que puedo.

Me nació el otro día el tercer varón, Juan se llama, es muy bueno y muy guapo. Porque su padre puede dudar de si vale como escritor o no. De lo que no duda es de su jeta. Hasta que un día te la partan, hijo, le dice la abuela, de Juan. Los hijos vienen con un montón de historias debajo del brazo, de eso estoy seguro. Ya se ríe con una mueca sobre un abismo de nada desdentada, chupona. Calentito como un panecillo.

Mi editor, Narrador.es, me ignora. Le he mandado varios correos con ciertas dudas e inquietudes y no me los contesta. No sé qué hacer, porque, aunque me río, no sé si me hace gracia.

Este blog ha cumplido dos años hace unas semanas y va por las 300 entradas. Mucho trabajo, muchas horas, mucha diversión, y risa, desde luego, pero cada vez menos comentarios. Quizás es que decidí no contestarlos. No sólo por falta de tiempo, que también, sino porque mi diálogo, mi comunicación, quiere ser por medio de los relatos y las historias.

¿Qué pasó con el Proyecto Troyanos, quién se acuerda, era un proyecto anónimo lleno de muy buenas intenciones? A veces las buenas son peores que las peores, pero de eso no me río, me apena. Sí.

La risa, amiguitos, la risa. No se rían conmigo, háganlo de mí, porque en cuanto pueda yo lo haré de ustedes, aunque no se lo diga a nadie. Es esa risa boba que flota sobre el vacío, sobre la existencia vana y superflua de quien es, por el momento, su centro, quien cree serlo. Si no, a qué iba a venir esta entrada y tantas como ésta.

Abajo sí va la buena: un relato.

El piragüísta


En la imagen el campeón David Cal

Parece como si tuviera que ir tirando de él por medio de un hilo invisible, siempre detrás con aquella obsesión metafórica de ir contándolo todo, habitual en las personas afectadas por su enfermedad. Llevaba un cronómetro y un cuentapasos, y los consultaba compulsivamente para darme los resultados a cada poco. Paseábamos río arriba y era todavía muy temprano, como cada día desde que habíamos tomado ese costumbre, al día siguiente de haber enterrado a papá y a mamá. Era una forma de hacer algo contra, por ejemplo, su gordura, pero la batalla estaba perdida de antemano. Todas las semanas, a pesar de los paseos, el fiel de la báscula se iba un poco más arriba. Yo me solía llevar un libro, pero apenas leía. No maldecía mi suerte, pero se me pasaba por la cabeza, por supuesto, darle un empujón para que todo acabase en el río. Me senté en uno de los bancos y él, juguetón, se ocultó detrás del tronco de un árbol, por cuyos lados le sobresalía el cuerpo inmenso. Exclamé preocupada, como quería él que lo hiciese, fingiendo que lo había perdido, y salió sonriente para venir a sentarse a mi lado. En ese instante ví venir río abajo a un piragüísta arrodillado en su canoa, esforzándose en un entrenamiento que era a todas luces profesional, pues desde una lancha motorizada su entrenador le iba dando instrucciones. Con el libro abierto en el regazo miré hacia el río y busqué que nos mirase, pero no es fácil que un regatista de élite en pleno entrenamiento se distraiga para mirar hacia la orilla, en la que están sentados, como pasmarotes, una lectora distraída y la enorme criatura que cuida y acompaña desde que amanece hasta que se pone el sol. Pasó de largo dando unas enérgicas paletadas con el remo dentro del agua, y una punzante sensación de tristeza se instaló en el hueco que quedaba entre mi hermano y yo misma. Una tristeza de aire dura al tacto, como una resistencia invisible, sobre la que uno podía empujar, aunque nunca se conseguía vencerla.
-Cronométralo hasta el puente, le dije a él.
Un rayo de fugaz dicha le cruzó por la cara.
-Qué rápido va, exclamó.
-Sí, qué rápido.
Nos admiraba su velocidad porque constrastaba con nuestra pesantez de movimientos. Me imaginé al hombre, con una rodilla levantada y la otra en el fondo de la canoa, dibujado armoniosamente en un viejo papiro. Bajaba uno de esos míticos ríos que son cuna de civilizaciones. Cerré los ojos mientras oía el murmullo que él iba emitiendo al llevar la cuenta de los segundos que pasaban hasta la ficiticia meta del puente. Nueve, dijo. Un nueve con dificultades, un nueve que yo reconocí, pero que le hubiera costado mucho entender a cualquier otra persona. Bravo, grité, nueve segundos. ¿Sabes que es un campeón olímpico? Sí, sí, campeón, dijo él de un modo casi ininteligible, y luego se echó a llorar moqueando.
-¿Qué te pasa?
-No quiero que se caiga, dijo varias veces, aterrado como un niño de pocos años por un fantasma de su más oscura imaginación.
-No te preocupes, no se caerá.
Luego vimos que se detenía y se acercaba a la lancha del preparador para recibir nuevas instrucciones.
Mi hermano cronometró la nueva salida hasta que lo perdimos de vista en un codo del río.
-Quince, dijo.
-Es el mejor, dije, un deportista con varias medallas olímpicas.
Mis palabras se mecieron en el aire con el temblor de las hojas cantarinas, primero subieron, luego avanzaron y finalmente fueron a posarse en la corriente. No eran ganas de llorar, era la punzada cortante como los filos de un bloque de hielo, no eran ganas de hundir a mi hermano en aquellas aguas que alimentaban la vida de sus orillas, era la música insonora que nos acunaba los deseos de ser parte de la profundidad. Cerré el libro, volví la cabeza y él ya no estaba allí, cosa que sólo me había ocurrido hasta entonces en algún sueño. Fueron sólo unos segundos, quizás cronometrados por él hubieran llegado a cinco, pero me pareció que se trataba de un punto en el que el tiempo se había expandido: una hilera de patos desfilaba ante mí de mayor a menor. Concretamente conté seis, luego él regresó.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Catástrofe


En la imagen, Nicolae Ceausescu

-Vámonos, yo no espero, le dije.
-Pero sí sólo son tres personas, me dijo.
-Ya vendremos luego, le dije.
-No tengo tabaco, me dijo, yo me quedo.
-Yo me marcho, le dije.
No me gusta lo que hago. Traduzco lo que dicen los rumanos que son presentados por la policía ante el juez. No me gusta porque la inmensa mayoría de mis compatriotas es culpable. Tardé diez años en completar mis estudios como ingeniero de robótica. Entre medias fui pool-boy en un crucero de lujo, pinche en un mercante, camarero y no sé cuántas cosas más. Me abrieron la cabeza con el culo de una botella. Me puedes tocar aquí. He tomado hamburguesas de salmón en Alaska. Cuando vi las imágenes de la ejecución de Ceausescu y su esposa Elena por la televisón me juré a mí mismo que abandonaría mi país para siempre. Hice lo que millones de rumanos, con la diferencia de que yo soy, además de rumano, extraterrestre. He aprendido el español con la chica que dejé en la cola. Lo hablo con un acento muy marcado, que me hace parecer un borracho permanente. Sé que va a haber una catástrofe mundial, en la que la mayoría de la gente va a morir. Tengo razones para creer que yo sobreviviré, como ya hice antes. Lo que de verdad me gustaría ahora sería trabajar en Citroën, quizás en el departamento de diseño, pero sobre mí pensan, sobre todo, las sospechas.
-¿Ves?, no se tarda tanto, me dijo ella.
-Vale, está bien, pero yo odio las colas, le dije.
Me dio el cigarrillo y me exigió un beso. Si ella me dejara, tendría que marcharme de este país, qué digo país, de este continente de mierda. Saldría al espacio exterior pilotando mi propia motonave.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El soldado



Me detuve en el pasillo a oscuras. La tarde se había echado encima, pero también una nube había sumido en la penumbra toda la huerta. Miré por la ventana y en ese instante lo ví venir. Traía lo necesario consigo. Era un desconocido y sin embargo una repentina intuición me hizo apreciar en él cierto aire de familia. Una ráfaga de viento hizo que una de las contraventanas exteriores comenzase a dar golpes. Levantó la cabeza hacia la casa y me sobresalté. Pensé en el gallinero. Más de una vez nos había visitado una alimaña y había dejado tras de sí un rastro de sangre. Me escondí en un arcón camuflado como asiento y ya empezaba a sentirme ridícula, cuando un grito espantoso atravesó el cielo, del que volvía a caer el diluvio universal con el que Dios quería castigar los pecados de los hombres. Estuvo yendo y viniendo por toda la casa un buen rato. Luego dejó de oírse. Quizás me desmayé. El caso es que cuando abrí los ojos los suyos me enfrentaron. Enseguida supe que no me iba a matar.
-Quiero que seas tú quien lo cuente, me dijo.
Todo lo que viene a continuación es salvaje, sanguinario y predecible. La historia del hombre.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Hibernación



Imagen: Jochen Duckeck, Cueva Chauvet

En un abrigo de la montaña, en la que se sabe que quedan varios ejemplares de oso pardo, uno de ellos duerme y sueña que es un hombre en su lecho de muerte.
-Hay algo que no le he dicho a nadie, dice.
El cura levanta una ceja.
-¿Estamos bajo secreto de confesión?
El cura asiente con la ceja que ha mantenido levantada.
-Ponte en paz con Dios, dice.
-No me jodas, pater, no me trates como a una de tus viejas beatas.
El cura se pone serio. Tiene ganas de que su amigo complete el tránsito a la otra vida, no ve la hora de librarse de sus humillaciones. Afortunadamente cada vez queda menos. Quizás sea cuestión de horas.
El moribundo pide agua.
¿Qué secreto puede haber llevado guardado ese hombre (soñado por un oso) que no quiere llevarse a la tumba?
Al cura, una vez más, las palabras de su viejo amigo de la juventud le repugnan, pero lo absuelve y le da la extremaunción. Enseguida entra en estado crítico, pierde la conciencia y horas más tarde expira. Sus familiares y amigos lo despiden con sentimientos contradictorios de alivio, vacío y tristeza. Ciertamente ha sido un hombre muy difícil de trato, áspero y frágil a un tiempo. No se sabe si con la muerte irá ganando unos puntos en el afecto de los demás. Por lo pronto todo el mundo se marcha a casa aliviado. Esa misma noche el muerto hace sus pinitos fantasmales. Enturbia el precario sueño de su esposa con sentimientos y complejo de culpa. De ahí en adelante regresa cada noche con los bolsillos llenos de veneno, discordia y suspicacias. Por supuesto, tras la apertura de su testamento (era un rico financiero soñado por un oso) se inicia una guerra en la que todos están contra todos. Salen a la luz ciertos detalles de su vida que hasta entonces muchos no conocían. Hay un prestigioso profesor universitario que quiere dar los primeros pasos para escribir una biografía, pero antes ha de sufrir un tortuoso proceso de negociaciones con la fundación que lleva el nombre del filántropo. Al difunto no le divierte nada de lo que ocurre. Pensó que desde la otra vida vería las cosas de esta con las buenas dosis de humor que le faltaron en su momento. Ensucia todo lo que toca con rencores y maledicencias entre sus familiares y amigos. Una de sus hijas se arroja por un balcón al vacío y queda tetrapléjica. El amante de los últimos años abandona a su viuda. El muerto no entiende bien la muerte. Había pensado que se trataba de descansar en paz. Eso que siempre había oído. Sin embargo, quizás todo fuese un mal sueño, si se paraba un momento a pensar descubría que no tenía familia, ni mujer ni hijos, y que pasaba la mayor parte del invierno dormido. Despertó y todo le pareció terrible. La palabra, en fin, es monstruoso: estaba solo en mitad de la montaña y los rayos del sol empezaban a derretir muy poco a poco la nieve.

martes, 10 de noviembre de 2009

Hallazgo y pérdida



Yo, con mi poca cabeza, seguía engachado a la vieja ideología. Me parecía que el comunismo todavía no había descubierto al hombre nuevo. Abrí la nevera y vi en su interior aquella precariedad de los abastecimientos en plena guerra fría. Una luz muy socialista, esa nada metódica, ese modo despojado de la vida. Me asomé por la ventana para descubrir que el mundo se gobernaba, no obstante, con las leyes de la propaganda publicitaria. Me asaltaron las ganas de beberme una Coca-Cola, eso es todo. Salí por la escalera de incendios, más emociomante. La chica me puso delante el vaso con los hielos y la rodaja de limón.
-Lo siento, me dijo, al cabo de un rato de verla ir y venir dentro de la barra, no me queda ni una sola Coca.
Estaba, y eso era más que evidente por su modo de transpirar y de frotarse las manos, muy alarmada. Con ganas de llorar.
-No importa, me tomaré una cervecita, dije, como quitándole toda la importancia al asunto.
La chica me compensó como pudo con unos aperitivos de obsequio. Al pasar por delante del chino un impulso ciego me obligó a entrar y buscar en el refrigerador, pero no encontré ni latas ni botellas de Coca-Cola.
-Se han llevado la última hace nada, me dijo el dependiente.
Bueno, ya sabrán ustedes lo que pasaría si les describiese mi peregrinaje por la ciudad buscando una última reserva del refresco.
Regresé a casa agotado. Mi poca cabeza no sabía interpretar aquel inaudito desabastecimiento y me dio por pensar lo típico, que todo era un sueño. Pero no lo era. Desde la ventana de mi apartamento intuí en la gente que caminaba por la calle ese disimulo de la inquietud, de la alarma. Una mujer no pudo más y comenzó a gritar en mitad del tráfico, se sacó la ropa y llamó la atención de todos los conductores. Llevó a cabo una danza frenética y salió por un margen del escenario sin volver a regresar, así que volví a mi raído sillón de lectura. Abrí un libro sobre termodinámica, que era uno de mis temas preferidos, y no quiero hacer chiste con ello. Estuve leyendo hasta que la luz natural me lo permitió. Luego me preparé una cena con fiambre y pepinillos. Me fui a la cama pronto, ya que a la mañana siguiente tenía turno en la depuradora. Antes de dormir repasé, como es mi costumbre, los acontecimientos de la jornada. Tengo que volver a verla, me dije. Mañana mismo, por la tarde. La chica del bar no se me iba de la cabeza. Nunca, pasara lo que pasara, olvidaría que la encontré el día que desapareció de la faz de la tierra la Coca-Cola. Parecía imposible que algo así sucediera, y sin embargo, allí estaba yo con mi poca cabeza para dar fe.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Revista Kafka de Humanidades nº 6



En el último número tengo el gusto de participar con el relato "Tatuajes", muy bien acompañado: Aquí el enlace.

Este es el contenido:

Artículos:
La vida me sienta mal, de Alberto Santamaría
XII Symposium internacional de historia de la masonería española, de Manuel Pecellín Lancharro

Poesía:
Martín López-Vega (inéditos)
Eduardo Moga (poema inédito)
Jorge Brotons (inéditos)
Julieta Saurit (inéditos)

Relatos:
Tatuajes, de Antonio Báez Rodríguez
Con vistas a ti, de Isabel Mellado Bravo
Inmaculada, de Marina Cano
Fragmentos de Después de Grecia, de Francisco León

Entrevista:
Luis Mateo Díez

Artes Plásticas:
Adrià Fruítos (ilustración)

martes, 3 de noviembre de 2009

¿Quién no quiere un poco de diversión?


Salí de casa con la única intención de pasarlo bien. Sin saber que pasarlo bien es una de las tareas más arduas a las que puede enfrentrarse un muchacho con todas las extremidades del cuerpo en su sitio. En la plaza había un anciano ciego que fumaba o quizás sólo sostenía el cigarrillo entre los dedos. Al verlo me entraron ganas de hacer lo mismo: fumar o sostener el cigarrillo entre los dedos, ya se vería, pero primero habría de comprar un paquete de tabaco. En todas partes se prohibía su venta a menores y, aunque yo no lo era, no me apetecía nada que por mi aspecto aniñado cualquier idiota me reclamase el carnet. Me acerqué al viejo y él husmeó el aire.
-Gracias por el fuego, le dije.
Por supuesto, aproveché para mangarle el tabaco donde prender la llama.
A veces sentía ese tipo de impulsos, grandes, ambiciosos, y me ponía en marcha. Había pasado la tarde vigilando la ciudad desde mi ventana. Una gran caja, como un ataúd, con un enorme cadáver compuesto de cientos, miles o millones de cadáveres a escala para la maqueta de una representación teatral. El río pudriendo todo lo que quería crecer. Aspiré el aire frío que me entraba por la ventana y murmuré algo que no comprendí bien, pero que me asaltó la cabeza. Pasé los próximos minutos en el cuarto de baño haciendo muecas en el espejo, sacándome la raya en el pelo, destruyéndola y hablando solo:
-Te vas a tumbar en el suelo y vas a enseñarme lo que tienes escondido ahí.
-Oh, Dios mío, no te has depilado.
-A cada uno de vosotros os voy a dar lo que os toca, y me señalé con el rabo del cepillo de dientes las sienes:
¡¡Bang!!
El viejo ciego me gritó desde lejos:
-Que te diviertas, muchacho.
-Lo haré, le dije. Y di un salto en el aire. Luego di otro. Esos saltos en los que se unen los pies en el aire y sirven para mostrar que todo está, estuvo y estará OK.
Al fondo de la calle vi a uno de mis profesores de la secundaria, al que llamé y saludé como si fuese un imbécil (yo el imbécil, no él). Resultó muy divertido. Me presentó a su esposa:
-Margarita, este es uno de los muchachos que tanta guerra me dio en aquel curso del que tanto te hablaba cuando nos conocimos.
Un hombre-zoquete y una mujer-policía.
-Estoy trabajando, le dije, en una panadería y le conté todas esas mentiras con las que la pareja zoquete-policía disfruta.
Luego seguí hacia el mar, por el paseo, buscando luces y gente. La avenida era ancha y la circulación invitaba a ser detenida imprevistamente. Lo mejor hubiera sido que estallara una bomba, pero me limité a tocar el botón de parada en el semáforo. Al cruzar saludé con la mano a los conductores y hubo algunos que me devolvieron el gesto, otros se agarraron al volante con deseos de apretar sus aceleradores y pasarme por encima. Mi suerte fue que cruzaba al tiempo que una mamá joven con su carrito de bebé. Cualquier tío de mi edad se hubiera sentido terriblemente solo, apartado del planeta, ya que no era un asunto para tomárselo a risa. Lo que pasa es que cada uno tiene su carácter, su personalidad, y yo siempre me he sentido más ser vivo que hombre, más razonable que sentimental. No tengo reparos en hablar solo, en hablar con los tigres, en conversar con los viejos que se han quedado ciegos. Le he planteado, en momentos en los que me sentía desbordado, a mis espermatozoides cuestiones que nunca he tratado con mis padres o parientes próximos. Y de ese modo he acabado sabiendo más que nadie sobre ciertas materias. Materias negras, si queréis, pero materias al fin y al cabo tan dignas como las ganas de amar y ser amado, la caída del cabello o la depilación a láser. Que soy un soñador que sueña despierto también es una manera de decirlo. Cursi, pero válida. Cuando llegué al otro lado de la avenida, en la parte del paseo que corre paralelo al mar, catalogué de odisea la travesía de los 15 metros acechado por aquellos conductores rabiosos, a los que les levanté la mano y les sonreí teatralmente, con eficaz intención.
Una mujer muy bella acabó en el lado contrario al que llegué yo. Me crucé con sus piernas, con sus caderas, con su presentido ardor. Y eso me hizo más sabio en un instante. Con un gusto agridulce en el paladar, dentro de la bragueta y en el brillo de mis ojos, quiero suponer. ¿Y si me volviera y la secuestrara? Pensé. Seguí andando en sentido contrario, alejándome con cada paso un millón de años luz de ella, pero con las vivencias derivadas del secuestro al que la sometía en mi imaginación.
-Túmbate en el suelo, le dije, y abre las piernas.
-¡¡Estás depilada!!
Dentro de la bragueta se endurecía el reptil que había estado durmiendo la siesta. Lo tuve que colocar bien en su jaula para que no estorbase mis pasos decididos a pasarlo bien. Todo a su tiempo. Qué gran lección, qué enorme lección no aprendida. El lagarto escondió enseguida la cabeza y volvió a dormitar. No lo he dicho aún, pero no soy el típico adolescente de esa clase de historias en las que es un gordo repugnante. Lo único, las gafas, eso sí que llevo. De leer, de eso os habréis dado cuenta por el modo que tengo de expresarme. Aunque soy un desastre. Casi nunca acabo lo que empiezo. Eso sí, es posible que haya empezado todos los libros de la biblioteca pública. Estos detalles suelen gustar en este tipo de historias, aunque suelen ser poco fiables. Sin ir más lejos, otra exageración de ese calibre: esta historia va en mi cabeza y se desarrolla a partir de la modificación de ciertos títulos que conozco, pero que nunca he leído. A ver: Ada o el ardor, cuando digo más arriba que me crucé con el presentido ardor de una mujer muy bella, ésta por Bella del señor y así sucesivamente. Luego sentí un enorme placer meando contra el tronco de una palmera, que me hubiera gustado escalar, pero vi que no era de cocos. Voy a dar mi nombre, por muy falso que sea, pues todo el mundo necesita un nombre. Me podéis llamar Conejito. Conejito tiene ganas de pasarlo bien y ya está sudando de tanto esfuerzo como hace para conseguirlo. Hay un botellón. Un ritual de fertilidad bajo la luna. Vodka y fanta de naranja. Mis amigos son los que tienen poderes. Muy friquis. El grupo tranquilo que ni folla ni habla de follar. Una especie de muermo tóxico.
-Hoy para variar podríamos divertirnos, pienso.
-Yo llevo un rato divirtiéndome, piensa Muchacho Vladimir.
Hablamos así, sin hablar, pensando.
La Invisible volvió a echarme una de sus miraditas lánguidas y anuncié con voz aflautada, ridícula:
-Voy a dar una vueltecita por ahí.
El seísmo que suscité hizo que se tambalearan, aunque las culpas se las echaron al vodka con naranja.
Algunos detalles más: voy de negro, con un guardapolvo hasta los pies y collar de perro.
-Perfecto, colega, ¿quieres uno?
El tío encendió el cigarrillo que le ofrecí a cambio del fuego.
-Le he mangado el paquete a mi padre.
Aprobó exhalando el humo sobre la punta brillante de la brasa.
-Ha sido fácil, está ciego.
Me miró desconcertado.
-Es una broma, le dije, no era mi padre.
-Es tronchante, dijo.
-Sí, tronchante, dije.
Primero nos miramos muy serios y luego estallamos en una carcajada.
-Tus colegas parecen aburridos, me dijo entre risas.
-Follan demasiado, ya no tienen motivaciones, repliqué yo.
-El vicio es lo que tiene.
-Es lo que tiene, añadí y le hice un gesto de despedida inseguro y dudoso.
Oí como sus colegas le decían:
-Ese tío es maricón.
No tengo nada en contra de los maricones. Le he comido el rabo a muchos, pero no soy maricón.
-Conejito, gritó alguien.
Miré por todas partes.
-¡Conejito!
El tono hizo que ya no le hiciera caso a la llamada. Muchos de los que había allí sabían mi nombre y lo usaban para hacerse unas risas. Humor para subnormales. Tenía el bolsillo del pantalón lleno de dinero, billetes sobados y medio rotos, que comencé a repartir entre los grupos:
-Gracias, Conejito, me decían.
-Comprad drogas, alcohol y un bidón de gasolina, les recomendaba yo.
Pensé: mañana por la mañana descubrirán la nota en mi mesa. Los pequeños detalles son los que hacen que la vida tenga coherencia. En ella les explico a mis padres que me he marchado en busca de un poco de diversión, que los quiero, pero que me resultan aburridos (primero escribí muermo y luego taché). Les pido que no me busquen, que confíen en mí, como siempre han hecho, y que respeten mi decisión. A pesar de mi aire aniñado soy mayor de edad. Os llamaré, un beso.

Me he montado atrás con dos chicas. A una la conocía de vista, a la otra no la había visto nunca. Nos hemos perdido buscando la salida de la ciudad, pero ya vamos por la carretera que nos lleva al pueblo.
-Son unas fiestas cojonudas, ha dicho la chica que no conocía. Al parecer ninguno de los que vamos en esta expedición ha coincidido antes con ella,
pero es muy simpática y le gusta al conductor, que ha consentido, con tal de ligársela, que los demás nos subiésemos al coche.
-Habrá fuegos artificiales, dice nuestra anfitriona.
-Las fiestas de un pueblo, dice el copiloto, hace un montón de tiempo que no voy a unas.
La chica que yo conocía de vista ha dejado caer una mano sobre mi pierna y al volverme hacia ella me ha metido la lengua en la boca de un modo muy dulce, como si fuese una lengua de espuma, cremosa, azucarada o tibia. Luego me ha sonreído y ha señalado el resplandor de las luces de fiesta en el cielo. En ese estado de gracia iba cuando el coche se ha salido de la carretera y hemos dado una vuelta de campana. Hemos conseguido salir los cinco del coche por nuestros propios pies. Nada, ni un rasguño, así que hemos entrado en el pueblo caminando. Las primeras bromas después del accidente sólo se han producido delante de las barracas de la feria. Nos hemos animado disparando contra latas y mondadientes. Acabo de descubrir que tengo el meñique torcido, pero no me duele. Doblado hacia fuera.
-Tengo la sensación de haber estado en las fiestas de este pueblo antes, pero no sé cuándo. Además con vosotros.
-Tío, es la primera vez que voy con gente como vosotros, dice el que nos ha estrellado.
-Pues a mí me pasa lo mismo, añade la chica de la lengua deliciosa.
-¿Lo mismo qué es:haber estado antes con nosotros en estas fiestas o salir con gente con nosotros por primera vez?
-Creo que ambas cosas.
-Ambas cosas no son posibles a un tiempo.
-Mira tú.
-Esta noche hay un macrobotellón en la ermita, nos anuncia la chica del pueblo.
-¿Qué esperamos?
Dios mío, a los pocos minutos de entrar en aquella explanada llena de bebedores, ya había perdido a todos mis compañeros de viaje. Imaginé que entraba en un campo en el que dos ejércitos enemigos se enfrentaban en un combate cuerpo a cuerpo. De las sombras surgieron unas manos que me zarandearon, alguien se echó sobre mí y alguien dio la orden de dejarme pelado. Llevaban uno de esos perros asesinos, que fue lo único que vi. Salí de esta aventura herido, pero limpio. Curiosamente, en el forcejeo me habían puesto el meñique en su sitio, y ahora me dolía muchísimo. Limpio de espíritu, comencé a buscar algún residuo de alcohol en las muchas botellas abandonadas. Me hice un combinado que bauticé de una manera absurda, pero genial: Pelado de vodka. Imposible quedarse quieto con una música tan enfebrecida. Salto, salto, salto. Con lo que voy a caer sobre un río de cuerpos,en el que por un instante me cruzo con el de la chica cuya lengua es almíbar. Soy consciente de que tengo que salir de allí antes de que pase alguien con un revólver en la mano para rematar a los que todavía estén vivos.

Me siento en la plaza,cuando el grupo de verbena que ha actuado para las parejas que bailan pasodobles empieza a recoger su equipo.
-¿Tienes un cigarrillo?
Es la cantante. Posiblemente me dobla la edad, pero no puedo evitar la erección mientras me habla.
En su caravana coge una tableta de chocolate y corta unas onzas, que me ofrece.
Mientras se las come me introduzco desde atrás, según se me ha ofrecido. Pero antes de la tercera embestida hay alguien aporreando la puerta.
-¿Qué hago?
-Siéntate ahí y come chocolate, me dice.
Abre la puerta y sin saber qué ni cómo alguien me saca de allí a puntapiés, lo que me lleva a salir corriendo y no mirar atrás.
Sin embargo, no soy el único que ha saltado la valla de las piscinas municipales. Como ingenuos pececitos en mitad del océano todos los que nos hemos concentrado allí nos hemos metido en las redes de un pesquero sin escrúpulos. Pero nadie tiene esas noticias, nos subimos a los trampolines y desde ellos vemos dibujados en el aire trayectos luminosos y radiantes por los que podemos volar hasta caer en el agua,después de la descripción de la parábola que a cada uno le corresponde. Hay quien se queda sumergido, brillante cual luciérnaga atómica, y hay quien se salva, emergiendo oscuro, normativo y perfumado de razones sentimentales. Antes del amanecer sentí frío y no hallando con qué cubrirme, me envolví dentro de mí mismo. En efecto, al día siguiente, ya era otro día. Estarán leyendo la carta que les dejé, pensé. Buen hijo, me dije. Tenía tanta hambre que podría comerme un toro, pero con una docena de churros podría ser suficiente. Encontré a la chica que la noche anterior nos había conducido hasta aquel pueblo. Le pregunté por el conductor, pero lo había perdido de vista en algún momento.
-¿Tienes dónde dormir? Me preguntó.
Abrí los brazos y me dijo:
-Ven conmigo.
Vivía en un pequeño apartamento.
-¿Lo has pasado bien en mi pueblo?
-Muy bien, le dije.
Cuando desperté en el sofá horas después encontré una nota, en la que me decía que había tenido que marcharse y que no volvería hasta el siguiente fin de semana. Un beso. Podía disponer hasta entonces de la vivienda. Qué rollo más hippy.

Pasé un par de días muy entretenido. En aquella casa no había ni un solo libro, pero en cambio encontré un armario lleno de ropa de la chica. Me probé un top. Era ropa moderna, yo ya me había vestido antes con prendas femeninas, pero no tenían nada que ver con aquellas, puesto que pertenecían a mi madre, que tenía un estilo mucho más clásico. Me hice unos rellenos, pero finalmente opté por salir a la calle sin ellos, aunque vestido con su ropa. Encontré la biblioteca municipal, donde me hice dos carnets, uno a nombre de Rosaura, y otro a nombre de Adolfo. El fotógrafo se me insinuó en las dos ocasiones, mientras me sacaba una foto de carnet como Rosaura, y al rato, como su hermano. Tenía muchísimo interés en tomarnos unas fotografías artísticas, me dijo.
-De acuerdo, pero siempre y cuando no coincidamos mi hermano y yo. No nos llevamos demasiado bien, le dijo Rosaura.
-No hay problema, dijo él.
No sé qué rollo me echó el tipo sobre desvelar la verdad oculta, de ver lo que el ojo no ve, de mantenerse impasible ante lo cambiante para ir a la esencia, pero al final quería lo que todos, comerme el rabo de Rosaura. Dejé que lo hiciese. Lo de las fotos y le dije:
-Mira no, el rabo te lo como yo.
Por supuesto, sucumbió a mis condiciones.
Poco después de nuestro primer encuentro Adolfo se presentó en su estudio y le dijo:
-Deja a mi hermana en paz.
-No he hecho nada que no haya querido ella, le dijo.
Adolfo lo agarró por las solapas, pero no fue capaz de nada más. Se vino abajo y se sometió a todas las pequeñas vejaciones que le infligió el artista.
Entre otras la campana, pero sin campana. No queráis saber en qué consiste. Es demasiado asqueroso para ponerlo aquí. El tío tenía una verruga encima de la ceja que fue lo que le abrió el camino hasta mí. Yo miraba aquella bolita de carne intentando encontrar una respuesta a ciertos misterios. La miraba como Rosaura y como Adolfo y me parecía que estaba a punto de desvelarme el secreto de la felicidad, pero no terminaba de hacerlo. No fue una cosa que yo premeditase ni mucho menos, pero en cierto momento, en una pausa de una de las sesiones fotográficas me avalancé hasta su verruga con la boca abierta y se la arranqué de una dentellada. El pobre tipo empezó a sangrar y a gritar como si fuese un cochino. Lo increíble de todo es que aquella excrecencia tenía un sabor increíble en mi paladar. Ese era su secreto, ese era. La sabiduría estaba en el sabor. Lo dicen las palabras, pero hasta que no le arranqué a aquel tipo la verruga de su ceja de un mordisco no lo supe. La lengua de la chica sólo había sido el anticipio de las delicias secretas de la vida. Cuando el fotógrafo se encontró en la siguiente ocasión con Adolfo se vengó bien de lo que le había hecho Rosaura. Desde entonces tengo la visión del ojo izquierdo muy disminuída. Sin embargo, también tuve mis momentos de tranquilidad: la mayor parte del tiempo estuve en la biblioteca. Eso sí, con un parche en el ojo, que me daba un aire muy interesante. El parche pedía a gritos un cigarrillo en la boca, que por supuesto nunca llegué a encender. No porque le tenga terror al cáncer de pulmón, sino porque me estremeció la mirada de la bibliotecaria justiciera.

Salgo a la terraza y miro las estrellas. Estoy sobre el mar. He encontrado un viejo tocadiscos en el trastero y un montón de discos antiguos. Me alimento de lo que hay en la despensa: pasta, alguna conserva, y poco más. Hay un resplandor en el cielo que cae sobre el mar y señala un camino, me limpio las gafas, me las ajusto. Tengo un ojo hinchado, alguien me dio un codazo la noche que me zarandearon y me quitaron el dinero. Entre las sombras de la calle de abajo, que desemboca en unas empinadas escaleras, se mueve el cuerpo escurridizo de un gato que parece estar dándole instrucciones a otras alimañas menos domésticas. Dentro del apartamento cae algo al suelo y me sobresalto. Arriba, sobre las nubes hay un chico como yo que tiene ganas de divertirse. Saca su dedo pulgar. Es un dedo giratorio. No hay mucho tráfico galáctico esta noche, pero por fin se detiene un vehículo al que él se acerca corriendo. Antes de subir se detiene, pero no mira hacia atrás. Algo ha pasado fugazmente por su cabeza. Escribiré una nota y me largaré, me digo, me dije, me diré.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Bernhard al acecho


La ilustración es de Ray Caesar

Por la ventana entró un insecto o un artefacto, yo no lo sabía muy bien, o simplemente es que era las dos cosas, puesto que soñaba. Aquel ingenio vivo subía y bajaba por las paredes y se ocultaba detrás de los cuadros, a pesar de tener un tamaño considerable. Las patas se me antojaba que eran cuerdas y el cuerpo tenía un caparazón negro muy brillante, bajo el que uno podía adivinar partes gelatinosas y algún dispositivo electrónico que emitía destellos rojos. Lo perseguí enseguida con un palo, guiado por el resorte de la repugnancia. Conseguí alcanzarlo, atontarlo del golpe y aplastarlo después. Sonó como si estuviese reventando con la suela de mis botas una bolsa repleta de cucarachas. Luego ella, que en este momento no tengo ni idea de quién era, pero que en el sueño reconocí, me dijo que Felipe, un compañero mio de la infancia, de quien recientemente había hablado con alguien, podía entrar en su casa siempre que quisiera, y lo repitió significativamente con un tono intencionado: siempre que él quiera, como queriendo decir que ella se entregaría a él cada vez que eso ocurriera. Luego le pregunté a ella dónde vivía él y me contestó que criaba caballos en Algeciras, lo cual me asombró por lo absurdo del lugar y la ocupación.
-¿Viene a ver a su familia? Pregunté.
Y ella se emocionó mientras negaba con un gesto.
Digamos que gran parte de la familia de mi antiguo compañero de colegio, al que no había visto quizás en los últimos 20 años, estaba tocada por la enfermedad mental.

El motivo que me había llevado a la escritura no era el haber estado a punto de morir de un modo accidental y ridículo, ni el de haberme salvado de la misma forma. Es verdad que existe en mi vida un antes y un después. Antes pensaba sin necesidad de ordenar mis ideas o imágenes, en bruto. Ese sueño, sin ir más lejos, se habría esfumado con toda la complejidad y misterio de lo que es soñado, si no lo hubiese anotado. Creo que el conflicto del que nació mi necesidad de escribir todos los días reside en la clase de relación que mantuve con la persona que me salvó. Que me salvó de una muerte segura. Era un hombre al que antes no conocía ni de vista y al que después veía todos los días, y había de llamar por su nombre, aunque en mi pensamiento.

Alguien que cada vez que me sonríe me gustaría ver muerto. No sé si esto que me ocurre a mí le habrá pasado a otros, pero no había día en que tarde o temprano no apareciera mi rescatador en un lugar en el que ya me parecía imposible encontarlo. He dudado tantas veces de que su aparición fuese real que mi vida ha tomado derroteros de pesadilla, de sueño confuso y abigarrado.
La última línea de esta historia será sin duda la última línea de mi vida, de esta prórroga que el destino tuvo a bien concederme para que la escritura me diese una fuerza luminosa, ese destello sintáctico del que carecía cuando era un tipo infeliz, esperanzado, querido por mis parientes y celebrado por los amigos como un gran contador de chistes.
De un día para otro perdí una existencia y gané una no-existencia.

El hombre que me facilitó ese tránsito me sonríe cada vez que nos cruzamos en cualquier parte. Un tipo al que deseo perder de vista ya, al que le deseo la muerte. Al que yo mismo no tendría reparos en coger del cuello y apretar hasta que dejara de respirar.
Sin embargo, las cosas no son fáciles. Para nadie.

Me llamo Polonio. Uno de mis amigos de la infancia y casi adolescencia, Felipe. El tipo que me salvó de una muerte a destiempo, Bernhard. Me informé sobre él. Pregunté si tenía familia, hijos. Para hacerles un regalo como agradecimiento por lo que su esposo o padre había hecho por mí, algo que en el fondo no podía pagarse de ninguna manera. Una bicicleta para las críos, un aparato electrónico para la familia. Algo material que representara mi agradecimieto. Pero Bernhard vivía solo. No exactamente solo, sino con otros compañeros en un piso de estudiantes extranjeros, aunque Bernhard sólo compartía con ellos la condición de extranjero, no la de estudiante. Le pregunté si necesitaba alguna cosa concreta y se limitó a sonreírme diciendo que no me preocupara por ese asunto. Mi esposa me dijo que le escribiese una carta mostrándole mi gratitud. Me pareció buena idea, pero cuando me senté a escribirla sentí que me quedaba en blanco. No era yo entonces un hombre de letras. En este momento hubiera sido distinto. Sin embargo, ni mi esposa está ya a mi lado ni Bernhard me parece al cabo del tiempo digno destinatario de ningún deseo de gratitud por mi parte. Los días fueron pasando y la figura de mi salvador parecía diluirse en la marea de la rutina. Le ofrecí dinero y también lo rechazó con aquella sonrisa tan extraña y ambigua.

Todo esto de escibir arrancó con la cantidad de sueños nuevos que empecé a tener. Caí subyugado por algunas imágenes. Comencé a verme de modo distinto. Siempre me las había dado de chistoso y había cosechado algunos éxitos por ese camino. Había hecho amigos y había embaucado a alguna chica. De repente una nube de melancolía me estorbaba para contar con gracia cualquiera de los chascarrillos que me sabía de memoria. Mis amigos fingían que no pasaba nada, pero es muy fácil ver cuándo los otros ríen sin ganas, y todavía más, preocupados porque se ríen sin ganas con quien antes lo habían hecho a mandibula batiente.
Bernhard me estaba mirando con tristeza, pero sonriente.
-Hola.
-Hola.
-Nunca te había visto en este bar, le dije.
-Pues no es la primera vez que vengo, dijo él.
Me sentí obligado a presentar a Bernhard a mis amigos.
-Es él quien me salvó la vida.
Todos le estrecharon la mano agradecidos. Este encuentro tuvo lugar cuando yo andaba dándole infructuosas vueltas a lo de escribirle una carta. Poco a poco dejé de contar chistes. Una noche desperté en mitad de un sueño y me levanté para apuntarlo. Al principio me costó, pero descubrí que me resultaba más fácil su transcripción si ponía cierta distancia, si la extrañeza de la vivencia nocturna se convertía en el papel en una extrañeza de la misma índole, pero aligerada de su peso y densidad originarias.

Mi mujer deseaba ardientemente que tuviéramos hijos, pero hasta la fecha eso no había sucedido. Habíamos barajado diversas alternativas, entre las que se encontraban la adopción y los tratamientos de fertilidad. A veces yo soñaba que había un bebé en casa, pero nunca escribía estos sueños. Bernhard me había preguntado si tenía hijos cuando yo le pregunté a él con intención de hacerle un regalo.
-Pero tienes a tu esposa, me dijo.
-¿Y tu familia? Le pregunté.
-No tengo familia, me dijo, mis padres murieron.
Cuando la figura de Bernhard empezó a molestarme cada vez que me lo encontraba inesperadamente, volví a pensar en aquella breve conversación.
Llegó el momento en el que mis padres también estuvieron muertos y mi mujer me había abandonado. La planta del odio arraigó en suelo propicio. Bernhard y yo apenas cruzamos unas palabras después. Nos mirábamos y seguíamos adelante. Supongo que también él había desarrollado un sentimiento de animadversión.

La última vez que lo vi fue en el puente. Yo llevaba una mochila pequeña con todas mis pertenencias dentro y mi intención era coger un autobús que me alejaría de la ciudad para siempre. Me sobresalté porque se me ocurrió que podría seguirme allí donde fuera, así que me abalancé sobre él y le di un golpe en la cara. No se lo esperaba y eso le provocó un aturdimiento aún mayor.
-La próxima vez que te cruces en mi camino te hago pedazos, le dije.
Se alejó como un perro maltratado.

No lo he vuelto a ver en estos años, pero se me ha aparecido en muchas pesadillas, en las que he acabado con él de las más variadas formas. El grueso de las libretas que tengo escritas contiene muchos de esos sueños. Sin embargo, anoche fue distinto. Mi esposa me animaba para que le enseñase lo escrito a un editor.
-¿Dónde has estado todo este tiempo? Le pregunté. Estaba muy hermosa y me gustaba mucho.
-He vuelto, te quiero ayudar, me contestaba.
Me levanté y lo escribí.

Antes de cerrar los ojos desaeré que Bernhard aparezca una vez más. Sentiré que descanso. Eso es todo. Espero que sea dulce y fácil, que mis dudas sean de felicidad por librarme de él para siempre.

jueves, 29 de octubre de 2009

El escritor y la puta


Soy un escritor caprichoso, pero lo que es más importante: soy un escritor que puede permitirse todos los caprichos. Llevo un año iniciando mis cuentos de esa forma, donde dice escritor he puesto hombre, mujer, perro, abogado, español, etc. No miento. Escribo sin demasiado que decir. Escribo porque escribir le da un sentido a mi existencia como hay quien corre, bebe, canta, sin demasiada necesidad de hacerlo, pero sin ningún interés por otra cosa. Soy dueño absoluto de los minutos que paso escribiendo. No me preocupa el mensaje. Escribo historias sin valor añadido: no hay más allá de lo que cuento, no hay un significado, pero los lectores prefieren que las historias sean metáforas. No los culpo, a la mayoría de los escritores les parecen poca cosa sus ocurrencias y se empeñan de dotarlas de simbolos y significados. Cuando me canso le doy final a un relato y empiezo otro. No los cierro, los dejo simplemente por donde iban. No obstante, a mis amigos escritores les parece un acertadísimo rasgo de estilo para que el lector trabaje. Soy un escritor sin éxito: no he publicado libros, no he ganado dinero escribiendo ni escribir me ha servido para ligar. No me gano la vida escribiendo. Es tan sencillo y tan simple como soñar con los ojos abiertos. Pero todo es ficción, todo lo que yo escribo es una patraña. Una patraña gratuita y absurda. Estoy en contra de todas las formas de escritura que conozco. Mis amigos escritores me acusan de frivolidad en la pose, pero creo ser un tipo bastante concienzudo. Lo único que me interesa es seguir escribiendo. Vivo con una mujer con la que no tengo ni he tenido ningún tipo de relación sentimental. Compartimos los gastos de un piso alquilado, eso es todo. A ella no le interesa lo que yo escribo ni a mi lo que ella vive. Es puta. El sueño de cualquier escritor es vivir con una puta. Soy una puta caprichosa, cómo no. Así inicié uno de mis cuentos, que continuaba, cómo no, así: pero lo que es más importante: soy una puta que puede permitirse todos los caprichos. Mi mujer me arrojó algo a la cabeza, no sé qué, no lo recuerdo, cuando le dije que lo nuestro se había acabado. Me tuve que marchar de casa y buscar algo por ahí. Salí con la máquina de escribir y lo puesto. Me encerré en mi habitación y empecé a escribir. Mi compañera de piso me dijo:
-Nos vamos a llevar bien.
-¿Quieres leer alguna de mis historias?
-Bueno, quizás en alguna ocasión.
-Vale.
Cuando las ganas aprietan me voy de putas, pero nunca me he encontrado con mi compañera de piso. Ella prefiere las novelas románticas. Me gustaría que los años transcurriesen así, que nada volviese a cambiar, pero me temo que no va a ser posible.

lunes, 26 de octubre de 2009

Instrucciones


Instrucciones para el cubo de Rubik

Me gusta la literatura que me dice lo que tengo que hacer, lo que podría clasificarse dentro de un subgénero que yo bautizaría como el de las instrucciones. Cómo escribir un relato, cómo salir con una compañera de trabajo, cómo crear un blog o sacarle el mayor partido posible a mi teléfono móvil. Sin embargo, eso no quiere decir que sea obediente y las ponga en práctica. En absoluto. Su sola lectura ya me parece estimulante. Tuve una inmensa colección de recetarios de cocina, que había leído despaciosamente, pero nunca he cocinado. En tiempos mejores acudía a diario a un restaurante y con la confianza que daba ser un cliente habitual de años, me permitía en ocasiones hacer ciertas sugerencias para perfeccionar algún plato de mi gusto. Creo, por otra parte, que es un error ese adagio según el cual cada uno tiene derecho a cometer sus propios errores. Para qué, me pregunto. Si alguien se ha equivocado qué sentido tiene que yo me equivoque también. La vida tiene sus propias instrucciones de uso que no siempre vienen bien explicadas. Por ese motivo a todo aquel que me lo solicitó le di un consejo (intenté que fuese una instrucción sencilla y fácil de ejecutar). De alguna manera me hice famoso en determinados circuitos debido a mi asesoramiento a estrellas del cine y la tv, así como a líderes de distintas formaciones políticas, pero también acudían a mi consultoría amas de casa, estudiantes, jóvenes atribulados o ancianos que dudaban acerca de la mejor manera de repartir sus bienes depués de su muerte. Quien contaba conmigo ya tenía una garantía de éxito. Ocurrió, sin embargo, que yo mismo, al igual que un abogado o un médico no son los más apropiados para atenderse a sí mismos, tuve que acudir a otro profesional. Necesitaba que alguien me dijera lo que debía hacer para deshacerme del miedo. Al principio eran temores más o menos intrascendentes. Recuerdo cómo empezó. Fuí a cruzar una calle y el semáforo se puso en rojo por la mitad, así que me tuve que refugiar en la mediana. Me dió por pensar que un coche perdería el control y me atropellaría allí mismo. Fue una sensación intensa y angustiosa con la que me vi obligado a cruzar la mitad que me quedaba, y ahí sí que estuve a punto de ser aplastado por un autobús. Luego temí algunos contagios víricos y no salía de casa si no era absolutamente precintado. Poco a poco mi vida se empezó a ver condicionada por esos miedos infundados, por repentinos ataques de pánico. A ser asaltado dentro del taxi por el propio conductor. A morir atragantado con la comida. A ser traicionado por mis amigos. Y de repente, un día dudé. Temí que la instrucción que estaba dando no fuese la correcta. La rectifiqué y enseguida rectifiqué la rectificación. Hasta que algunos clientes empezaron a darse batacazos. No sabía a dónde acudir. No podía, pensaba en mi confusión, echar mano de mis clientes: qué pensarían si se enteraran de que tenía necesidad de un consultor. Miré en la guía telefónica. El hombre me dió un papelito enrollado y atado con un hilo. Esas son las instrucciones, me dijo. Sígalas al pie de la letra y salvará su negocio y su vida, pero algo debió ocurrir, algo que no consiguió impedir la debacle. Hoy mismo he estado ojeando en unos grandes almacenes Cómo resurgir de entre las cenizas. De entre. Hay un compañero, uno con quien suelo beber en el parque que asegura que en otro tiempo fue presidente del gobierno de esta república. No lo creo, como tampoco él me creería a mí si le dijese que en ocasiones lo asesoré.

domingo, 25 de octubre de 2009

Manzanas asadas



Alfredo Pirucha: Mujer borracha vomitando

Iría dando saltos, ¡qué demonios, no hay nadie por aquí que pueda verme, por qué no ir dando saltos! Va a hacer un día precioso. La mañana ya lo es en este parque. No tengo ganas de volver todavía, puedo desayunar en cualquier sitio antes de irme a la cama. ¿Cuánto tiempo hacía que no me acostaba con nadie? Pufff, años. Y ahora me parece que la vida es un hermoso cuento en el que todo es fácil.
El hombre que piensa así entra en el café con un ligero temblor, con espasmos de conejo saltarín.

Me llamo Polonio y de niño cada vez que veía algo que me gustaba lo besaba, mis padres me sorprendían a menudo besando las ilustraciones de los libros, las de dinosaurios, por ejemplo. Ya casi en la adolescencia más de una vez besé la pantalla del televisor. Durante mi juventud me hice popular entre las compañeras de la facultad por mis besos y no miento si digo que besé a todos los que aparecen en mi orla, chicas y chicos, pero la vida tiene ciertos meandros en los que uno cree que se ha perdido para siempre. Un traspié me llevó a otro. Acabé con la cara deformada, los dientes podridos, el cuerpo roto. Y sin embargo, hoy no hay espejo que pueda devolverme esa imagen de la derrota, porque no pienso mirarme en ninguna parte que no sea en lo que me ocurrió anoche.

En lo que le ocurrió a ella al dar un traspié cuando buscaba un rincón apartado para hacer pis o para vomitar. Se dobló un tobillo y comenzó a quejarse. Al principio no me atreví a ayudarla. Yo estaba acostado en un rincón de los soportales, y sus lamentos me alertaron, pero he sido escarmentado muchas veces anteriormente. No obstante, como nadie acudía hasta ella y seguía sollozando, me aproximé y le pregunté si le podía ayudar en algo. Creo que me he hecho un esguince, me dijo. Espera, apóyate en mí, le dije. No le quedó más remedio que disimular el asco que yo le producía.

Hay una mujer encerrada en su dormitorio, envuelta en la espesura y densidad que ha dejado en el ambiente un hombre que se ha marchado con las primeras luces de la mañana. La mujer sabe preparar un postre con manzanas. Les saca el corazón y rellena el hueco con leche condensada, luego coloca las piezas sobre rodajas de naranja con azúcar y mete la bandeja en el horno. El hombre que se ha marchado encontró anoche a esta mujer a la salida de un cine. Se conocían, comenzaron a charlar, fueron a tomar algo y luego ella le pidió que la acompañase. La mujer le dijo que con la condición de que se marchara al amanecer. Tenía una hija que regresaría por la mañana, como siempre que salía. Antes de quedarse dormida la mujer oye la llaves abriendo la puerta de la calle.
-¡¡Ana!!
-¡¡Me voy a la cama, mamá, estoy cansadísima!!

Fue una torcedura sin importancia, un dolor momentáneo y el susto. La ayudé hasta llegar donde estaban sus amigos. Un montón de chicos bebiendo en la plaza. Alguno hizo bromas sobre mí, pero no me lo tomé a mal.
-Muchas gracias, me dijo.
Callé y me extendió la mano.
-Me llamo Ana.
Me marché a mi rincón.

A la tarde el hombre llama por teléfono a la mujer con la que pasó la noche.
-¿Cómo estás? Le pregunta.
-Bien, muy bien, he dormido hasta la hora de comer. Ahora estoy cocinando.
-¿Qué haces?
-Manzanas asadas.
-Qué ricas.
-¿Te gustan?
-Muchísimo, podrías invitarme.
-Me alegro, porque las estaba preparando para tí.

Es una noticia en los periódicos o una situación estereotipada dentro de la delincuencia sexual, un tópico de las leyendas urbanas. Un viejo vagabundo viola y destripa a una muchacha virginal. Hay un parque oscuro por el que la chica ha de cruzar para volver a casa de su trabajo como taquillera en un multicines. En la ciudad se podría contar media docena de viejos vagabundos y unos cientos de muchachas virginales, de las cuales una docena de taquilleras. Pero ella es Ana y yo soy Polonio. Ella se retiró ligeramente indispuesta y se torció un pie. Yo la ayudé. Me dijo su nombre y yo no le di el mío. Evité ese ridículo. Ahora es una vergüenza menos. No voy a decir que no me gustaría volver a verla. De hecho he ido mirando a los grupos de jóvenes desde aquí por si la descubría en alguno. Sólo volver a verla desde lejos. A Ana.

El hombre hunde su cucharilla en la manzana.
-Deliciosa, dice.
A Ana no le gustan las manzanas al horno que prepara su madre. Enciende un cigarrillo y la primera calada va llena de rencor.
-¿Vas a salir?
Ana responde con ojos vidriosos.
El hombre le dirige una mirada comprensiva a la mujer.

Hay una chica agachada detrás de un seto orinando. El viejo vagabundo se acerca por detrás. Inoportunamente la llama:
-¡Ana!
La chica se asusta y huye. Le cuenta a su grupo de amigos que en el parque hay un viejo verde, un sátiro que la ha espiado mientras hacía pis.
-Vamos a darle un susto, propone uno de los chicos.

Mientras el hombre entra en la mujer ella le pregunta:
-¿De verdad que te han gustado las manzanas?
-Me gusta más esto.
Ella se ríe.
-Tendrás que marcharte al amanecer, antes de que vuelva Ana.

¡Qué demonios, lo que le apetece es ir dando saltos! En un rincón de los soportales el hombre oye un lamento, un gemido. Se detiene. Se acerca al bulto.
-¿Se encuentra usted bien?
No hay contestación, sólo un gemido débil, un gesto defensivo y un olor repugnante.