viernes, 30 de noviembre de 2007

Fotos ( 2 )


Se te ocurrió cortarte el pelo. Tu pelo largo y sedoso, muy moreno. Un día dijiste que te lo querías cortar. A papá y a mí no nos parecía bien. ¿Por qué se quiere cortar el pelo?, nos preguntábamos. Estábamos preparados para que nos dijeses que te querías hacer un tatuaje, pues algunas de tus amigas ya habían empezado a hacérselos. Papá y yo teníamos preparada una respuesta para los tatuajes y los piercings,
piénsatelo un poco, deja pasar unos meses, siempre estarás a tiempo, el año que viene.
Así que cuando dijiste que te querías cortar el pelo, tu pelo largo, el pelo que nunca habías tenido corto, excepto de bebé, aquel que yo tanto te había cepillado cuando eras una niña, el que tú misma habías venido mimando como una seña de identidad, porque nadie tenía un pelo negro como el tuyo, papá me miró aturdido y yo salí en su ayuda,
piénsatelo un poco, deja pasar unos meses, siempre estarás a tiempo, el año que viene.
Y entonces nos miraste de esa forma, con esa ironía y tristeza que hacía vacilar nuestros ojos entre tu boca y tus ojos,
vale, ya estamos,
sólo dijiste eso. Después fuí a tu cuarto. No se me ocurrió hacer otra cosa que lo peor que se podía hacer en ese momento, acariciarte el pelo, como si ya lo lamentase. Como si ya llorase la pérdida de aquella melena que tenía entre mis dedos.
Esa es la foto del día en el que te lo cortaste: estás muy hermosa, pero ya eres distinta. Tu pelo muy negro y corto, revuelto, tus cejas oscuras y espesas, la cara con las mandíbulas apretadas, como si estuvieses desafiando al mundo. Una Juana de Arco, me pareciste. Pero me callé,
está muy guapa,
le dije a tu padre, a tus hermanos les pareció divertido y se rieron un poco de tí, los oí,
ahora sólo te queda afeitarte el bigote,
luego les reñí, les dije que no volvieran a hacerte ningún comentario más de ese tipo y que si oía algo parecido se quedarían sin la paga semanal.
Es la cruz que tenemos las morenas, mi vida, el vello. Pero a tí no parecía importarte. A tu edad yo ya me depilaba y cuando te insinué que podías empezar a hacerlo, me miraste así como si dijeses ¿te da vergüenza?
Aquí estás con el pelo largo y en ésta con el pelo corto. Entre una y otra no creo que haya más de una semana de diferencia. Sin embargo, me esfuerzo en observarte. Busco alguna señal, indago en tus orejas despejadas, en tu cuello al aire, limpio, tierno como una duna.
Es lo que pienso decirle a ese policía joven y experto en el arte de mirar fotos, o mejor dicho técnica, supongo que tendrá una técnica específica, yo sólo puedo valerme de mi intuición y mis corazonadas. Quiero que me explique la técnica, quiero ver también en tus fotos aquello que él vea. Tengo derecho, ¿no? Y si no me la quiere explicar que me diga de dónde puedo sacar información. Hoy día en internet está todo.
Pensábamos que te habías cortado el pelo en una peluquería. Lo normal era pensar eso. Pero no fue así. Te lo cortaste en casa de tu amiga Agueda antes de ir al concierto de Seed of Doom. Es lo que dices en tu diario, que tengo aquí delante. Me vas a tener que perdonar hija mía, quiero tenerte de nuevo a mi lado, entre otras razones para explicarte por qué lo he abierto, por qué estoy leyendo lo que tu escribías sólo para tí. Y sobre todo, por qué, a pesar de eso, no he sido capaz de entregárselo a la policía para que lo estudie. Por qué ni siquiera tu padre sabe que existe.
Lo que no dices es qué hicisteis con la melena cortada. Sé que hay fotos de ella, están en tu blog. Pero no me atreví a preguntarte, no sé si la tiraste a la basura, o si te quedaste con un mechón. No hablas de eso.
Entraste en el cuarto de Agueda con tu preciosa melena negra y saliste de allí a lo garçon.
Lo curioso es que todos los chicos de ese grupo, todos los seguidores de ese tipo de música tienen largas melenas negras y a veces, si su color natural es más claro, echan mano de tintes. Tú, con tu negro natural optaste por cortártelo. He visto actuaciones de ellos en Youtube y todo el mundo, chicos y chicas lucen melenas que casi les llegan por el culo. Me estoy quedando ciega de buscarte entre el público desde que supe que habías ido a uno de sus conciertos, pero hasta ahora ha sido imposible, entre otras cosas porque las grabaciones tampoco son muy buenas.
Papá el pobre no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Yo al menos he tenido la oportunidad de ver que es así. Por mis clases en el instituto. Que los chicos sois así, y no sois malos. Lo que nos pasa a nosotros es que ya no nos acordamos. Pero el trabajo de tu padre con los seguros es diferente. A él le costaba más trabajo entenderte. Tu padre nunca ha leído un libro de poesía. Cuando estuvimos en el primer recital al que nos dejaste ir, en el que todavía tenías el pelo largo, tu padre estaba incómodo, intranquilo. Luego nos miraste sonriendo, echaste fuera el humo de un cigarrillo y conseguiste que confiásemos en que todo iba bien. Yo sabía que todo iba bien. Pero a tu padre le sudaban las manos. Y en medio de aquel trasiego de poetas adolescentes se encontraba cada vez más violento. Hasta que desde lejos miraste hacia donde estábamos, ya casi a punto de despedirnos, porque tu padre se quería marchar, que yo me hubiese quedado, pero no lo podía dejar solo en aquel momento. No con su cabeza llena de seguros de accidente. Por el camino,
ya no es una niña,
dijo. Pobretico papá. Pegando carteles con tu fotografía de un lado para otro. Lo tengo un poco abandonado, mi amor,
¿qué haces?,
me ha dicho hace poco,
¿otra vez mirando fotos? Y se ha marchado. Siempre hace lo mismo. Se sienta entre la tele y el teléfono y mira al frente, pero solo él sabe lo que se le pasa por la cabeza.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Fotos (1)


Ahora dicen que quieren ver fotos tuyas. Como no te encuentran, como ya no saben adónde ir a buscarte, me han pedido que les enseñe tus fotos. Para el cartel que tu padre y tus hermanos pegaron por toda la ciudad elegí una de tipo carnet,
la más reciente que tenga, me dijeron los policías.
Te la habías hecho dos días antes de desaparecer. Para la renovación de un carnet que no has renovado.
No sé que diría yo al verte, si no fueses hija mía. Lo mismo que otras veces he pensado, cuando he visto en un escaparate o en el tronco de un árbol la foto ampliada de una adolescente que ha desaparecido,
qué lástima,
nada más. Qué lastima sin llegar a pensar si la chica se había ido por voluntad propia o no.
Sin saber por qué te has marchado o si ha habido alguien que te haya podido raptar, cuando te he visto por toda la ciudad, sólo he sido capaz de llorar hacia dentro:
qué lástima,
qué lástima,
qué lástima.
Papá me llevó en coche para que yo viera que la ciudad estaba empapelada con tu foto. Me fue señalando con el dedo cada rincón, cada esquina, cada fachada desde la que mirabas algo que no iba a pasar por la calle, algo que estaba más allá de tus pensamientos, algo que quizás aún se encuentra en tu habitación, en tu diario, en tus poemas o en tus sueños. Ausente, mirando adonde quizás te dijo el fotógrafo que mirases.
Y no me lo podía creer, que tú estuvieses allí, como otras veces otras chicas que habían desaparecido. Qué lástima, mi amor, me dio todo. Qué lástima sentí por papá no sabiendo qué otra cosa hacer que ir adonde una foto se había despegado para poner otra en su lugar. Qué lástima tus hermanos. A veces les entran ganas de reír y de bromear, pero me miran de reojo y se miran de reojo a sí mismos, luego se miran las puntas de los dedos o la punta de los zapatos y se callan, cierran la boca y nada más.
La policía quiere ver fotos tuyas y para eso mandan esta tarde a un muchacho muy joven que me presentaron el otro día. Es muy joven, dije, como si no me fiara. Y ellos,
es un experto en la materia, me dijeron.
Creen que pueden averiguar algo mirando tus fotos. Dios mío, yo había pensado lo mismo hace tiempo. Y desde entonces es lo que hago. Pero él es un experto, yo sólo soy tu madre. Así que llevo toda la tarde mirando fotos, pero ninguna es la tuya. Las fotos de mis alumnos. Los de mi tutoría. Intentando averiguar qué pueden averiguar unos ojos expertos. Miro sus fotos, los fotos de sus rostros que ya llevo meses sin ver, porque no pude volver al instituto. Y en ellas te busco, en las fotos de adolescentes más o menos como tú. En tus compañeros, en los compañeros de otra clase, porque en eso sí que estábamos de acuerdo tú y yo. Preferíamos no tener que vernos en el instituto, así me puse de acuerdo con la otra profesora y no elegí tu curso.
Y el sicólogo de la policía me aconsejó también.
Cuando se enteró de que era profesora de literatura,
escriba,
me dijo.
¿Qué quiere que escriba?
Lo que se le pase por al cabeza,
me contestó. Todo nos puede ayudar, es lo que me repito antes de sentarme a escribir. ¿Recuerdas?, cuando eras pequeña te escribía los cuentos.
Siempre quise escribir, pero las cosas vinieron como vinieron y nunca lo hice. Estudié algo que me pareció que estaba cerca de aquel sueño secreto, a nadie le dije nunca que quería escribir, más tarde me casé con tu padre, y como él tenía ese trabajo sin horarios, yo me dediqué a criaros. Cuando se me presentó la oportunidad de dar clase no me lo pensé. A tí lo que menos gracia te hacía es que fuese en tu instituto.
Pero ahora estoy aquí. Con el cuaderno que le encargué a papá, porque apenas salgo a la calle. Mientras espero al joven experto que va a indagar en las fotografías. Que va a intentar ver lo que yo no consigo ver, lo que quizás se nos escapó a tu padre y a mí.
He sacado los álbumes de cuando eras pequeña. También he encontrado una caja que guardaba en mi armario y las tuyas. Luego está tu ordenador y tu móvil. Porque desapareciste sin él y eso es lo que más nos extraña a todos. Siempre ibas con él encima, como cualquier adolescente de hoy. La policía me preguntó por tus contactos a través de internet. Les dije que hacías un blog, que yo conocía, que escribías poemas, porque a tí no te daba vergüenza decir que escribías y que eras una joven celebridad en ciertos circuitos, que cuando papá y yo fuimos a tu recital, nos sorprendió ver la consideración en que todos te tenían, porque allí ya no eras la chica que dejaba su cuarto desordenado o la chica que fumaba a escondidas, que allí te fumaste un cigarrillo entre tus amigos y nos miraste sonriendo y nos pareció bien, después del recital que diste, que ni una vez te tembló la voz, pero estuviste encantadora, con tus 16 años de una madurez que había que comprender, porque había que ver también a esos otros chicos y chicas con 16 años que yo conocía, porque les daba clase. Pero tus amigos eran como tú, aunque de tu edad allí había pocos, te dije yo al día siguiente en casa.
Y tú me recitaste el nombre de todos los que tenían 16 y eran tus amigos:
Clara, Agueda, Alberto, Juan, Santiago, Celia, Jing, Lorena, Aránzazu, Matías y Najoua,
esos de los íntimos,
me dijiste.
Luego he visto un post en tu blog (he tenido que aprender mucho en estas semanas de tu ausencia), en el que pusiste esos nombres a modo de poema, un nombre por verso y detrás de cada nombre el mismo número: 16, excepto en Jing, 15.
Mirando las fotos no te puedo abrazar. Por más que te miro, nada. Te miro y eso es todo. Se hace un vacío en torno a mi mirada, a mi espera, ¿qué espero ver? No soy capaz de averiguar nada, de ver nada de lo ocurrido. ¿ Acaso ese policía joven tiene una técnica para ver lo que pasó sobre la imagen estática de tus fotografías? Alguien me dijo que llevásemos una foto a una adivina y lo hicimos. Lo hizo tu hermano. Fue él. La mujer dijo que te buscásemos en lugares de playa y se atrevió a mandarnos a Torremolinos, y hasta allí fue tu hermano con unos amigos. Pero ni rastro. Y ahora ese policía con sus estudios universitarios va a hacer lo mismo que una bruja. Tienen unas técnicas, me dijo el policía viejo, que incrédulo, se le notaba, me pidió que le enseñase tus fotos al joven.
Lo único que yo veo mirándote en todas estas fotos es que sigues siendo mi niña, estés donde estés y estés como estés. He pensado que para mirarte como te va a mirar ese policía joven que aún no ha venido a verte, puedo practicar con las fotos de mis alumnos. Si veo algo en ellos que no haya visto antes, cuando los tenía delante de carne y hueso, podré mirarte a tí en estas fotos para intentar sacar algo en claro.
Y luego me pregunto. Pero qué puede haber en tí de diferente. Qué había ya de diferente desde que naciste ( el policía viejo me dijo que le enseñase al joven, si es que alguna vez viene, fotos desde que eras un bebé), para hacer pensar que un día desaparecerías de nuestras vidas. Qué había ya en tí que no está en estas caras que contemplo ahora. Tu sonrisa, viéndote de foto en foto, siempre conduce los ojos del que te mira desde tu boca hasta tus ojos. Miras con intensidad y con ironía. ¿Se trata de eso? ¿De fuerza y desapego? Yo nunca fui capaz de mirar así. En mi cuaderno de clase las chicas de tu edad enseñan los dientes, no sé si con franqueza o con fingimiento, en un gesto amplio de la boca: Susana, Marina, Patricia. Alguna hay seria, como enfadada. Más se podría esperar de una de estas, ¿no? Pero no. Ninguna de ellas ha desaparecido. Sólo tú. Hasta María, que tiene una sonrisa muy parecida a la tuya, estará ahora en su casa, preparando las clases de mañana o en el messenger con sus amigos. María ni se ha ido ni se la han llevado, así que no creo que la clave de tu desaparición se esconda en ese modo tuyo de burlarte con tristeza y con seguridad de quien te mira. Te miro en estas fotos en las que tú no estás, fotos de compañeras tuyas, del curso en el que yo daba clase, porque en eso sí que estabábamos de acuerdo, ¿verdad? En que era mejor no coincidir en clase. Y a tu curso le daba mi compañera de departamento. Que siempre me decía lo mismo, sin que yo le preguntara,
qué discreta es tu hija.
¿A qué se refería?
Me lo pregunto ahora. Se lo he preguntado a ella mil veces y siempre lo mismo,
era..., es una chiquilla encantadora, nunca hacía referencia a tí, no como los hijos de otros compañeros, que se encargan enseguida de dejar claro quiénes son.
¿Era? ¿Por qué empezó diciendo que eras? ¿Hay alguien que piense que ya no eres?
Te miro en las caras de tus compañeras de instituto y sólo hallo una cosa segura en ese pozo de miradas extrañas: tú no estás en casa con papá y conmigo y con tus hermanos.
En la foto que hemos pegado por toda la ciudad y que ya ha llegado a muchas gasolineras y supermercados del país, gracias a mucha gente que nos ayuda, no llevas la misma ropa con la que desapareciste. Y esa es ahora la única ropa que falta de tu armario, la única que yo echo en falta, al menos, aunque eras tú la que se ocupaba de tu ropa y quizás, como le dije a la policía, pueda faltar algo más, porque ella siempre estaba prestándose cosas con las amigas, cogía ropa de su padre o mía y se la ponía transformada en algo completamente diferente. No sé supongo que no falta nada más. Les he preguntado a tus hermanos: si ellos echan de menos alguna mochila, pero tampoco saben. En casa cada uno se ha ocupado siempre de sus cosas. Que si llego a saber que algo de esto iba a ocurrir hubiera estado con mil ojos.
Pero es que ese día llevabas tu vaquero con los descosidos que fotografiaste un día delante de mí para sacarlo en tu blog,
mi vaquero,
dijiste, orgullosa de él.
Y las Converse amarillas,
mis Converse, ¿has visto mis Converse?,
solías preguntar, con el mismo tono cariñoso con el que preguntabas por papá, si veías que un día se retrasaba.
Mis poemas.
Todo está en tu blog. Fotografiado.
Y la camiseta de pirata, una de rayas.
Lo demás está en tu armario tal como lo dejaste, con el mismo desorden, con lo que llamabas tu orden,
es mi orden, mamá,
decías. La puerta del armario la tengo gastada por los goznes de abrirla y cerrarla. Miro adentro y pienso que es una broma pesada. Que vas a salir de allí como aquella vez que te buscábamos y no te encontrábamos, cuando,
¡magia!,
dijiste abriendo los brazos y saliste del interior de una montaña de ropa. Pienso que te digo, o te lo digo:
No tengas miedo, hijita. No. Ha sido una travesura que se te ha ido de las manos, papá y yo lo entendemos y no estamos enfadados. Puedes volver ahora mismo si quieres.
No llores, mi vida, dentro de esa montaña de ropa. ¿Es que hay alguien que no te deja volver?
Porque todo el interior del armario huele a tí.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Azoteas


Todos los días me asomo por la ventana del aula en la que doy clase y miro las azoteas que tengo delante y abajo. Siempre busco la misma. En ella un tipo delgado y generalmente en camiseta, haga calor o frío, trajina con unas jaulas de madera muy pequeñas. Así llevamos ya años. Yo declinando una rosa que empieza a perder sus pétalos, en compañía de unos pupilos que cada tiempo se renuevan. Él entrando y saliendo de la caseta construida sobre la azotea, poniendo sus jilguerillos al sol, arreglando una bicicleta antigua y oxidada. A veces hace una pausa y se fuma un cigarrillo. Entonces temo que me descubra observándolo y me quito de la ventana, paseo por delante de la pizarra y corrijo un dativo plural: es genitivo singular, ¿no lo ves? Y el chico me mira como si dijera: si lo hubiera o hubiese visto, ay, entonces, tú te ibas a enterar. Llego hasta la pared contraria y regreso sobre mis pasos para mirar de nuevo por la ventana. Las azoteas que veo son como barquitos varados en un muelle. Las azoteas se mecen sobre un mar de casas de pueblo; las antenas de televisión, los cordeles y postes para colgar la ropa, son sus velas y palos. De vez en cuando hay casetas cuadradas que se usan como talleres, como palomares o trasteros. Y parecen los puentes desde donde se pilotan. Las azoteas.

En la ciudad de las azoteas lo más interesante está ocurriendo en sus azoteas. Alguien se está duchando al sol con un complicado mecanismo de mangueras y regaderas. Alguien que ha decidido pasar el verano ahí arriba, en un chambao, porque lo que le han prestado no es una casa, sino una azotea. La ciudad de las azoteas es la ciudad que he planeado con todas las azoteas que he llegado a conocer o a imaginar. Aquella misma en la que un yonqui se pinchaba, aquella en la que unos niños se bañaban en una piscina, que se rompió y el agua cayó por la cara de la casa, fachada con ojos y boca, por los que se iba a ahogar. Porque las azoteas son del verano, y ahora mismo, que este aire destemplado y nocivo de otoño nos quiere acogotar en la clase, cuando contemplo las azoteas soleadas, donde los jilguerillos enjaulados toman el sol, lo que me viene al pensamiento es una ráfaga de los veranos con azotea.

Alguien, entre las olas salvajes de las sábanas, busca la seguridad de la orilla. Alguien que regresa a tierra firme de su travesía con un cubo lleno de pinzas para la ropa. Alguien que encuentra en esa inclemencia de sol y viento la nostalgia de todas las patrias dejadas atrás. Alguien que no sabe por qué, pero que le gusta subir a la azotea con la colada. Siente como si llegase a los confines del mundo con solo detenerse unos segundos y mirar alrededor. Hay ahí un mar inmóvil de naves que viajan por los sueños de sus ocupantes: los niños que chapotean y lanzan al aire una pelota, el viejo que hace crucifijos y vírgenes con conchas y bígaros, la chica que toma el sol desnuda pensando que nadie la ve, o ese ornitólogo aficionado que espío a diario, mientras recito mal, porque yo recito mal, soy hombre de prosa, unos versos de Fedro o Catulo, para hacer lo que hacen todos los héroes, partir. A través de las azoteas.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Este hescritor, el alcohol, el tabaco y la literatura.

Anoche salí con unos colegas. Hoy he estado todo el día perjudicado. Bebí bastante y fumé lo suficiente como para que las autoridades sanitarias puedan descontarme un mes o dos del tiempo de vida que me suponen estadísticamente. Antes de salir de casa yo ya sabía más o menos lo que iba a pasar. Estos amigos se han criado en bares de barrio y cuando estoy con ellos penetro por los corredores de vidas muy poco ejemplares o edificantes, pero reales. Les importa un carajo si tengo un blog o me quemo las pestañas escribiendo todas las tardes. Más bien les sirve para tomarme el pelo. Llamemos a uno de ellos X. A otro Y. Otro será W. Y también habrá uno Z.
X trabaja, cuando tiene trabajo, como cartero-motorista y antes fue fotógrafo de la BBC (bodas, bautizos, comuniones). Anoche me contó que esperaba la retirada del carnet durante ocho meses, porque lo habían pillado conduciendo como una cuba. Hacía unos días había perdido la cartera en un prostíbulo y estaba encantado con las putas. Se habían quedado con el dinero y la habían enviado a la oficina de objetos perdidos. Del último bar en el que estuvimos X se marchó incómodo, porque en alguna ocasión anterior lo habían echado a la calle y nada más llegar esta vez, un conocido le preguntó si venía bien como para quedarse. Pensé que se levantaba para ir al servicio, pero desapareció. X, como sabe de mi afición por la literatura, a veces me habla de la novela negra y de Chandler, del que creo que no habrá leído más allá de un par de capítulos de alguna de sus novelas. X tiene un largo y sedoso pelo que se recoge en una coleta, que dice que lleva, entre otras cosas, para suavizar la contundencia de unos mofletes que son como dos buenos mantecados en la cara.
W compagina su dilatada vida de estudiante más allá de los 35 con esporádicos trabajos de guardia y vigilancia. Tiene buena mano para las caricaturas y toda su vida amorosa se ha desarrolado gracias a las modernas tecnologías de la comunicación. Anoche se retiró pronto para chatear con su última cibernovia: una colombiana casada con un policía y madre de tres niños. W es una mezcla física de Maichel Caine y Tom Hanks. En estos momentos anda buscando a alguien que quiera viajar con él a Colombia, pero teniendo en cuenta la profesión a la que se dedica el marido de su novia y las noticias sobre la violencia que nos llegan de ese país, su proyecto nos ha impulsado a organizarle unos funerales como despedida, si finalmente se decidiera, esperemos que no, a hacer el viaje. W vive sus días en las bibliotecas públicas, preperando parciales que tarda en aprobar. Según confesión propia ha leído a Marx, cosa de la que ninguno de los demás podemos presumir.
Y es maestro y disfruta él solito de una clase de primero de primaria con 25 ejemplares de futuros ciudadanos. En la última semana uno de sus alumnos le robó el teléfono móvil y otro lo mandó a la mierda. Lo que más le gusta a Y es el fútbol, y como seguidor del Atlético de Madrid, vive con cierto aire estoico las derrotas y también las victorias, tanto de su equipo como personales. Físicamente Y es el doble de Faemino.
Z acaba de tener un hijo con una de las mujeres más feas y antipáticas que yo habré conocido en mi vida, pero que ha conseguido que él dejase las malas compañías y una afición desmedida por todo tipo de estupefacientes. Z es, sin duda, el tipo más divertido en una barra de bar de todos los que yo pueda llegar a conocer. Se sube la camisa, enseña la gran cicatriz que le cruza la barriga y te cuenta la gran cantidad de mujeres que se la han besado.
También estuvieron A y B, cogidos de la mano, la pareja del momento. A es teleoperador, aunque está licenciado en Filología Hispánica. Un romántico, que siempre ha hecho uso de los versos de Pedro Salinas para intentar conquistar, sin éxito final, a las mujeres que le han gustado, hasta que apareció B, con la que forma una pareja que recuerda esas historias de periquitos inseparables.
De un bar en otro anoche recorrí una vez más las callejones con sombras y claridades del barrio en el que crecí. Para llegar a su corazón sólo me fue necesaria la compañía de quienes os he presentado y las llaves que abren esas puertas del alma: cigarrillos y alcohol.

jueves, 22 de noviembre de 2007

De dónde viene una idea para un cuento (y adónde va)

En este mes y pico, desde que comencé el blog el único cuento que he escrito es el que anda colgado ahí atrás: Ahí, voces. Los otros son viejos. Viejos cuentos. Voy a contaros cómo se me ocurrió. Una mañana me dijo mi mujer que la noche anterior, al ir a lavarse los dientes, tuvo la sensación de que oía una voz detrás de su oreja. Como si alguien pronunciara una palabra, que ella no había entendido bien. Mi mujer no es miedosa ni cree en fantasmas. Yo soy miedoso, pero tampoco creo en fantasmas. Además me dijo que si no hubiésemos estado mis hijos y yo dormidos, si se hubiese encontrado sola, “se habría cagado”. Intenté sacarle algún detalle más, pero eso fue todo, me dijo. Desde ese instante supe que ahí estaba mi relatillo. Despertamos a los niños, los pusimos en marcha para el desayuno y el cole, y cada uno marchó a lo suyo.
Por la tarde me senté a escribir. Ya he dicho en otra parte que no paso mucho tiempo seguido delante del teclado. Como esta tarde, si estoy solo con ellos, he de darles la merienda, los jarabes, limpiarles el culo o intervenir en sus conflictos. Pero el cuento me salió del tirón. Cada vez que volvía a sentarme releía lo escrito y avanzaba un poco. Supe enseguida que la mujer que oía esas voces, ahí detrás, tenía una gran confusión provocada por el deseo, por el deseo físico, y una tragedia irremediable, que aún no había acabado de asimilar.
Y sin embargo, existen. Los fantasmas, digo. A veces nos susurran cosas al oído. Aunque ni yo ni mi mujer, por más pruebas que nos ofrecen, nos los acabemos de creer.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Otra vez el carpe diem, qué le vamos a hacer


Es un aula fría, que mira al norte, desde cuya ventana se ve la parte alta de la barriada-pueblo y las azoteas de las casas. Más allá, el valle, el aeropuerto y, al fondo, la sierra. Una suerte de vistas. Por las dos ventanas empieza ya a entrar un airecillo desapacible. En una de ellas el cristal tiene una herida, como una cicatriz en una sien, con el mismo aire de derrota que en un adolescente, aunque sólo es en un cristal.
En este tiempo ya se me empiezan a quedar los pies helados, pero me parece pronto para encender el pequeño radiador que olerá a polvo chamuscado en cuanto lo enchufemos. En la pizarra quedan restos de las clases anteriores, palabras sueltas escritas en el alfabeto griego y el maquillaje emborronado de tiza sobre un texto de César. En los armarios y las estanterías libros de texto, ejemplares repetidos de varias adaptaciones de Homero y Virgilio, diccionarios, carpetas y dentro de un orden una juerga con Safo, Miguel Hernández, La Biblia, Cavafis, Catulo y lo que llevo y traigo de un lado para otro. En el corcho de la pared 19 fotografías de alumnos de éste y el curso pasado que posan con un libro en la mano. En la pared misma, con grapas, caricaturas. Al fondo, una antigualla de ordenador. No nos importa, acostumbrados a trabajar con siglos de los que ya hace muchos siglos. Nos esperan dos horas de silencio, dos horas para traducir un texto de amable morfología y sintaxis, titulado “La leyenda del Minotauro de Creta”. Me gusta poner exámenes fáciles y largos, puedo hacerlo, pues tengo las dos horas seguidas con ellos, Latín y Griego, así que las uso a conveniencia. Pasan los minutos, alguna tos y el rasgeo de los bolígrafos sobre el papel. A partir de la hora empiezan a levantarse para coger más folios.
Cuando levanto la vista de mi tarea (he prometido no estar muy atento en mi vigilancia) un pellizco me sobrecoge. Un pellizco de lugares comunes, pero sobre todo de orfandad por haber dejado solo a aquel adolescente que yo mismo fuí en una aula poco más o menos parecida a ésta.
Lo que ya han dicho de todas las formas todos los bardos, que el tiempo corre que se las pela...

lunes, 19 de noviembre de 2007

Ahí, voces


Sí, voces. Ahí. Como si alguien me susurrase en la oreja. Como si alguien se acercara por detrás y antes de cogerme por la cintura y apretarme, me dijese qué se yo, vete tú a saber, una guarrada, por decir algo, nunca me entero bien de lo que me dicen, pero las oigo. Detrás del cuello, en la oreja. Un susurro, palabras que caen sin gracia al vacío, como marionetas rotas, trapos y cartón sin vida. Voces indistinguibles. Voces que oigo sabiendo que ahí detrás no hay nadie. Que todos en la casa están dormidos. Si no fuera porque no estoy sola, si no estuviese segura de que ellos duermen al otro lado del tabique, saldría corriendo y me refugiaría en uno de esos bares llenos de música, humo y desconocidos. Pero no. De sobra sé que no hay nadie ahí detrás, ahí de donde vienen esas voces. No hay en la casa nadie más que ellos. Dormidos. Respirando y resoplando. Llenando el silencio de la noche de toses. Mocosos. Están llenos de mocos desde que nacieron. Suenan como calderos de agua hirviendo, burbujean sus pechitos diminutos, llenos de mocos, como si fuesen espaguetis ablandándose en una olla. Y risas, las risas de los sueños, carcajadas breves, a destiempo, abriéndole a la noche grietas y huecos de locura, esa locura infantil que no constituye todavía amenaza a la razón. Él resopla desde que se quedó dormido, después de haberme despertado a mí y haberme dejado despierta. Su mano puesta ahí entre mis piernas, cada vez más cerca del centro del calor, y la otra arriba, búscándome donde sabe que empiezo a reaccionar como si la corriente me anduviese por dentro. De los muslos hacia fuera, del cuello hacia abajo, hasta que me pongo sobre él. Lo aplasto. Ya estoy despierta. Ya sé que luego tardaré en quedarme dormida, que cuando él vuelva a resoplar decidiré levantarme. Pero ahora estoy aquí, sobre él, que me pide que calle, que voy a despertar a los niños, con ese calor ahí dentro. Que me lo tengo que sacar como sea, ardiendo más, ardiendo hasta el fin. Resoplando y pidiéndole, exigiéndole que me diga lo que oigo a veces confusamente en esas voces. Guarradas. Él me dice puta, hija de puta. Más, le pido. Maricona. Te voy a comer el coño. Y mientras vuelvo a oirlas, quiero arrojarme desde nuestro quinto piso, muebles de Ikea, pósters de gatos en el cuarto de los niños, frigorífico que pierde agua, basura olvidada, restos de comida de la cena todavía en la mesa frente a la tele. Recojo, él resopla ya, yo doy varias vueltas, tapo a los mocosos y miro hacia fuera, por la ventana, a la calle, aquella luz encendida en el edificio de enfrente todas las noches. Si no tuviese claro, pienso, que de verdad ellos están aquí conmigo, salía ahora mismo. Hoy es jueves, los jueves a esta hora los bares están llenos de gente fumándose un cigarrillo, tomándose un cubata, al acecho del último tren que puedan tomar. Es fácil acercarse a un desconocido, hablar con él y decirle que quieres que te acompañe a casa.
No hagas ruido, le dices.
¿Vives con alguien? Te pregunta él.
Con mi marido y mis hijos, le dices.
Y te mira con esa cara de borracho alucinado. Por mí, muy bien, tía, te dice. Pero no voy de ese palo. Se le cae la borrachera del cuerpo.
Si no estuvieses tan segura de que ellos siguen contigo, a poco que lo dudases, saldrías como hace tiempo, por qué no lo ibas a hacer.
Si ellos se hubiesen quedado para siempre en una curva peligrosa, en el asfalto mojado, en una noche oscura, qué te iba a impedir ir a un bar ahora mismo y elegir a uno cualquiera, la cara más borrosa, el gesto más olvidado, y traértelo a casa.
Miraría las fotos y pensaría: esta guarra está aprovechando que el marido se ha ido con los niños a alguna parte. A mí qué. Es su problema.
Como cada vez que te sucede, ahí están. Esas voces, una palabra o dos, nada más, luego el silencio. Sigues asomada al espejo, cepillándote los dientes. El insomnio te lleva a realizar mil pequeñas tareas de higiene que repites por la noche. Entras y sales del cuarto de baño, te sientas en la taza, si es verano te duchas varias veces. En invierno te arreglas las uñas. Lees, o mejor dicho, coges un libro y enseguida olvidas que lo tienes entre las manos, porque ya no te gusta leer como antes. ¿Qué vas a leer? ¿Qué tipo de historia te van a contar? Prefieres mirar la televisión. Ver esos anuncios pensados para los insomnes. Ese pelador de frutas y verduras. Qué suave acento extranjero tiene el charlatán, cómo consigue embaucarte con sus palabras. Qué bien que lo puedes tener cerca. El anuncio acaba, pero empieza de nuevo. Y de nuevo sus palabras, que ya te sabes de memoria, consiguen encenderte por dentro. Deseas que salga de la televisión y se siente a tu lado. Que siga hablando, que te haga lo que a esas frutas, que te pele, que te pique, que te triture, que no deje de hablar ni un instante. Cierras los ojos. ¿Están ellos ahí, tras el tabique? Los mocosos con sus mocos, sus toses y esas risas, la carcajada breve de uno y la respuesta del otro. Tu marido resoplando como tienen que resoplar todos los maridos de este mundo, durmiendo a pierna suelta, porque lo que lo que eres tú, siempre te pasa igual y mira si no se lo tendrás dicho: a mí no me vayas a despertar con ganas de follar que luego me desvelo, si quieres follamos ahora, antes de quedarnos dormidos. Pero de sobra lo sabes, estáis muy cansados para tomar ningún tipo de iniciativa. Luego pasa lo que pasa, el deseo de ambos es rebelde. El suyo más que el tuyo. Pero en cuanto notas una mano hacia arriba y otra mano muslos adentro, ese deseo de arder desde la barriga, de arder por el culo, de que te pongan en tu sitio de una puñetera vez y a ver cuándo se da cuenta de que lo que quieres es que te de una hostia. Que la cara te arda como te arden las entrañas. Con su suave acento extranjero el charlatán sigue hablando, pelando patatas, exprimiendo pomelos. Mientras buceas dentro de tí, mano hundida en la grieta de la noche, esa boca que ríe y llora.

viernes, 16 de noviembre de 2007

El escritor y sus habichuelas

Desde que el otro día me referí a uno como escritor con h, debido a su naturaleza mitológica, me quedo con las ganas de seguir escribiendo hescritor, ya que la palabra con ese aspecto sale ganando en empaque e ironía, como el individuo que se atreviera a viajar en metro con ropa de calle y un reluciente bombín en la cabeza. No obstante, me voy a cortar un pelo. Se empieza por ahí y lo que sigue es quitarle la h a las habichuelas, por humildes. Un paso más allá empieza la ruina ortográfica. Cosa que, espero que quedase clara en la entrada anterior, no queremos.
Un inciso antes de seguir con lo que vamos.
¡Qué hermosa es la palabra ruina, ¡verdad? ¡Qué romántica! En cierta ocasión quise concertar por teléfono una cita para visitar unas ruinas romanas y al otro lado alguien se molestó. Yacimiento arqueológico, me dijo. En ese caso me hace usted dudar, le contesté. Tenía pensado hacerle el amor a mi novia entre ruinas. Pero la cosa cambiaba con un yacimiento. Dudé un instante y por fin me decidí. Probemos, pensé.
Igual que entre ruinas.
Ea, pero a lo que vamos. A lo del título.
Los escritores han de ganarse, hemos de ganarnos, las habichuelas para poder escribir. Como todo hijo de vecino. Hace unos día tuve noticias de un escritor que vive de una barbería en su pueblo. Qué envidia sentí, Dios mío. Una de esas envidias gratuitas y simplonas. Hay escriotres, supongo, que conducirán autobuses, otros serán médicos, taxistas, profesores, empleados de banca, ingenieros, funcionarios municipales. De todo habrá. En mi caso, quizás lo sepáis ya, me dedico a la enseñanza. También es corriente hallar escritores entre los periodistas. De todos estos, muy pocos llegarán a vivir alguna vez exclusivamente de la literatura. De los libros que escriban.
Supongo que esto de no poder vivir de la literatura no es tan malo. Y también supongo que será estupendo vivir únicamente de la literatura.
He observado que de un tiempo acá hay bastantes escritores que se dedican a la gestión cultural, a la edición o a actividades relacionadas con las políticas en torno a la escritura y la lectura. Han aparecido además fundaciones y becas que fomentan la creación literaria. Supongo que todos los caldos de cultivo para que surjan escritores van a ser siempre pocos. El modus vivendi es muchas veces la atalaya desde la que las personas se asoman y se relacionan con el mundo. Y creo que un escritor-médico será diferente de un escritor-empleado de una aseguradora o de un escritor-cabrero.
Nuestro actual ministro de cultura es escritor y escritora es la exdirectora de la Biblioteca Nacional a la que le robaron unos mapas.
Los escritores han de ganarse la vida. Como todo hijo de vecino.
También habrá escritores en el paro, ¡cómo no! Pero los oficios de los escritores, decía, les sirven de ventana al mundo. Más que nada porque ser escritor no es redactar pregones, sino mantener una postura en la vida. Yo soy muy pesadito con el punto de vista. Hoy día cuando queremos que alguien nos conozca, nos presentamos a través de nuestras actividades, intereses, profesiones, estado civil, o por el estilo. Pero a pocos se les ocurre decir aquellas cosas que prefieren no hacer, aquellos carguillos a los que no aspiran, aquellos ascensos que desprecian. El otro día un chacho de 83 tacos me confesó que había pensado sentarse a escribir, que más o menos ya estaba preparado. Qué hermosa obra por escribir, pensé. Pero supongo que él piensa lo contrario: Qué hermosa obra por dejar de escribir. No acaba de decidirse.Me picó la curiosidad y le pregunté a qué se había dedicado hasta su jubilación:
-Prefiero no tener que decírtelo, me dijo.
Y me pareció bien.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

El hescritor, su ortografía y la de los demás


Supongo que la mayoría de los escritores sin h poseemos un discreto y encantador cofre, que contiene el tesoro de un collar de cuentas, fabricado por una serie de faltas de ortografía, que nos acompañan con doméstica singularidad. Eufemísticamente les damos el nombre de erratas. O lapsus. O descuidos. En mi caso, para no tener que ir a casa del vecino, me hago un lío con rallar y rayar. Tampoco sé exactamente si lo que hago con el periódico es ojearlo, hojearlo, ambas cosas, o delito mayor. Y no digamos de ciertas tildes que me hacen zozobrar y salir corriendo al diccionario. Invariablemente yerro. Invariablemete acierto, pero dudo. Qué más da.

El caso es que la ortografía es un animal de hermoso pelaje, no obstante híspido. En cuanto te sale la ternura y le acaricias el lomo, te arañas la punta de los dedos. No otra cosa le ocurrió a ese monstruo que se llama García Márquez, al que podríamos llamar escritor con h, por esa naturaleza de fábula que posee. En el año 1997, en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas, hizo un discurso muy hermoso, muy vivo, titulado “Botella al mar para el dios de las palabras”, y en él se atrevió a proponer una simplificación y humanización de la gramática. Más tarde, en vista de las reacciones, de los nervios, declaró en una entrevista: “Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas (...) Si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos”. Y añade: “El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio”.

Tercer milenio. Aquí y ahora.
Cada día es más corriente ver faltas de ortografía en periódicos, en libros de editoriales muy prestigiosas, en portales de internet dedicados a la literatura y a la edición, en manuales de cualquier tipo. Para los que nos dedicamos a la enseñanza es increíble comprobar cómo nuestros alumnos todavía nos sorprenden con una inventiva del error a prueba de cañonazos. Si además uno es escritor, ha de sufrir en carnes propias el dicho, en casa del herrero cuchillo de palo. ¿Quién está libre de la falta ortográfica, de ese estigma? Si hay alguien, que me arroje su diccionario a la frente.

Los puristas de la lengua, los vigilantes, los apocalípticos, se llevan las manos a la cabeza y luego las levantan al cielo. Vivimos en una época de decadencia cultural. En sus tiempos esas cosas no ocurrían. De modo que se agarran a la ortografía como si fuera una cachiporra para asustar a los niños y humillar a los adultos. Aquel que, habiendo pasado por la escuela sin hacerle caso a la ortografía, sentirá, cuando sea mayor y tenga que hacer un escrito, como si llevase las manos sucias en un convite, y no se atreverá a sacarlas de los bolsillos.

Pensemos un segundo: ¿Cómo reaccionamos ante la detección de una falta de ortografía?
A mi modo de entender muy pocas veces bien y muchas veces mal. He sido testigo de ambos procederes:
Alumnos que corrigen a sus compañeros con sorna: Hala, sin h, ha puesto hombre sin h. A los pocos minutos cometen ellos su propio y garrafal fallo.
Profesores que hacen un inventario jocoso de burradas: Mira, mira éste, ha escrito “inbierno”. Siempre le encuentro la gracia al disparate y nunca me mueve a mofa.
Ayer mismito fui testigo de cómo un miembro asiduo a los tribunales de oposiciones se jactaba de que bajo su criterio corrector no aprobaba nadie con faltas de ortografía. Es decir, el tipo está orgulloso de ejercer el control social en el acceso a un puesto de trabajo, no a través de los conocimentos de la disciplina en cuestión, sino a través de la ortografía. Pobre García Márquez si para ser escritor hubiese opositado.
Aprendices de escritores a los que se les señala la oportunidad de cuidar la ortografía y la desprecian olímpicamente.

Decididamente mal. Muy mal.

Veamos el recto proceder:
En estos años de escritura internáutica en más de una ocasión algún lector me ha señalado sin aspavientos una falta ortográfica o gramatical. La he corregido.
Conozco asimismo profesores que actúan del mismo modo con sus alumnos, con aséptica escrupulosidad. Los pupilos rectifican.

Sin embargo: ¿Por qué el campo ortográfico es un territorio de rencores y humillaciones?

Sin retórica: porque la puñetera ortografía es el varapalo contra el débil y el ignorante. Contra aquel que social o intelectualmente es percibido como inferior. La ortografía es, ha sido, las uñas sucias del trabajo manual y la escasa o nula preparación académica. ¿Por qué, si no, sentimos vergüenza ajena, cuando detectamos en otro un error ortográfico y las circunstancias no nos permiten actuar como correctores, más o menos bienintencionados?

La ortografía española se fijó en el siglo 19 y ya en 1843 un grupo de maestros madrileños quiso simplificar sus reglas y suprimir la h, la v y la q entre otras. Reformas semejantes a las que había propuesto el americano Andrés Bello, que insistía en el uso de una letra para cada sonido. Como bien sabemos nada de esto prosperó.
A la postre, la ortografía y la gramática fueron ciencias de muy poca exactitud y mucha complejidad.

Siglo 21. Tercer milenio. Aquí y ahora.
Los errores ortográficos van en aumento. Los lapsus. Las erratas. Las barabaridades. Lo que ustedes quieran considerar.
Los jóvenes aprenden códigos expresivos llenos de creatividad lingüística ajenos a la ortografía, a través del uso de cachivaches tecnológicos, que los sesudos gramáticos ven como armas de Lucifer. Yo mismo me veo anclado a la conservadora ortografía. Pero habrá que soltar las amarras. A lo mejor reivindicar una escritura más razonable, más humana, menos etimológica.
Además, la publicidad utiliza el reclamo de los deslices, de las innovaciones y excentricidades ortográficas. Las palabras se convierten también en iconos: Obsessión, Poezía, Exxxperiencias.
Sobreviene lo que algunos llaman caos. Surgen las teorías apocalípticas. Esto es el acabose ¿o el acabóse? Las manos se levantan al cielo.

Pero a mí me surge una duda: ¿Por qué nos paramos tanto en la ortografía, por qué no le pedimos un sentido al discurso, un sentido diferente a lo manido, a lo consabido, al modo de expresarlo, al punto de vista? ¿Por qué esa obsesión por lo correcto? ¿No será que le damos más importancia a las formas que a la calidad del serrín que nos rellena la mollera?
Por supuesto, si alguien detecta alguna falta ortográfica en lo escrito hará bien en comunicármelo, se lo agradeceré. Sin más. Según mi exxxperiencia.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Escribir todos los días

La memoria me ofrece una serie de instantáneas o flashes o hitos o peldaños que tienen mucho que ver con mi obsesión por leer y luego por escribir. Ahora que lo pienso un poco cada vez que leo un libro de otro escritor me gustaría tener la impresión de estar leyéndome a mí mismo y cuando leo un cuento propio finjo o imagino que leo a otro escritor.
Si mientiese como un bellaco, la afirmación anterior sería totalmente incierta.
En su lecho de muerte mi abuelo paterno me entrega una pluma. Un gesto simbólico. Nunca la he usado. Plumín de oro y uno de esos sistemas antiguos con el que estoy seguro que sólo conseguiría hacer grandes borrones de tinta.
Para una fotografía que le íbamos a enviar a mi padre a Suiza decido posar como si estuviese leyendo. El catecismo. En mi casa no había libros, así que supongo que aquella lectura era para mí lo más parecido a la ficción.
Con 10 años mis padres me regalan por Reyes un lote de cuatro libros, que he de compartir con mi hermano Paco. Uno de ellos es Un capitán de 15 años.
En una antología de textos literarios del colegio, con 12 años, me empiezo a interesar por la cara de los escritores. Me gusta jugar a reconocer sus rostros.
A los 13 descubro el bibliobús y la biblioteca pública. Adquiero conciencia de que llevo retraso en el asunto de la lectura, de que me gustaría haber leído ciertas historias, a las que no he tenido acceso hasta entonces.
Con 16 escribo un poema a imitación de algo leído en Neruda, en el que hablaba de unos desconchones en una pared que acababa derrumbándose.
Me hago un montón de carnets de bibliotecas y leo concienzudamente, impulsado por la necesidad de recuperar lo que ya pienso que ha sido un tiempo perdido, al haber transcurrido mi primera infancia sin la lectura.
En un viejo mueble de cocina comienzo a guardar los libros que voy comprando. Le pido a mi madre que me compre un diccionario, que aún uso.
La lectura me hace despegar como un cohete de una realidad muy limitada. Barrio y amigos. Enseguida me doy cuenta de que las propuestas escolares son importantes y soy muy aplicado con ellas, pero más importantes son aquellos libros que uno elige. Me oriento por la letra pequeña y negrita del libro de literatura de COU. Aprendo a moverme en las librerías, a buscar lo que no sé que es, pero que me interesa.
Con 18 descubro que uno de mis profesores es escritor. Su observación directa me resulta muy interesante. Hasta entonces yo sólo los había conocido en severas poses fotográficas.
Con 20 otro escritor me invita a su casa, a comer, a ver una película sobre Nietzsche. Alucino.
Pero me doy cuenta de una cosa, necesito de la experiencia para escribir. Así que no me integro en el mundillo local de las letras, que a veces me provoca sonrojo.
Durante 20 años escribo muy poco y con patéticos resultados. Voy a mi puta bola. Leo, pero nunca con la intensidad inicial. Me matriculo en algún curso de escritura.
Muere mi hermano a los 35 años.
Decido tomármelo en serio. Escribir todos los días.

Por Dios, no piensen mal. Hay días que no lo hago. Si fuese un mentiroso compulsivo, nada de lo anterior podría ser cierto.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Mi escritorio


Como nunca me han hecho una de esas entrevistas que sirven para cerrar una publicación sobre libros, no había tenido oportunidad antes de contar dónde escribo. Cuáles son mis manías. Cuántas horas le dedico. Y ese tipo de cosas que pertenecen a la despensa de cada escritor.
Vayamos por partes. Me ha pedido una admiradora que lo haga. No sabes dónde te metes con esto del blog, me dicho en privado. Así que ahí voy.
Mi escritorio es ambulante. Me explico, no es que yo vaya de un lado para otro, como un reportero de guerra, como un infatigable explorador, o como un azafato (¿por qué han desaparecido las azafatas, qué es lo políticamente incorrecto del término?). Mi deambular transcurre por la casa, de la terraza a la cocina, del salón al almacén de libros (llamarlo biblioteca sería descreer desde ya de la eficacia de la catalogación). Como alma en pena voy con el portátil por dos motivos: porque le chorizo el wifi a un vecino distinto por cada lado de la casa y porque tengo dos niños a los que persigo y de los que huyo, con cuatro y un año y medio. A veces escribo en una libreta, como esta mañana, en el cuarto de baño. A veces en el recreo, entre mis clases. O en la propia clase, si mis pupilos están haciendo un examen. ¿Manías? Bastante tengo con no hacer ciertas concesiones en el desarrollo de los cuentos, como para tener además que usar un determinado color de boli o un salvapantallas con la sonrisa de mi perro o tener que ponerme un batín deshilachado o un bombín ( que por ese camino sólo se llega a ciertas perversiones de índole fetichista). ¿Horas? Digamos que, haciendo media, no tengo mucha idea, pero si estoy con un cuento entre manos, paso en el tajo unas tres horas al día. Una semana o semana y media por cuento. Más o menos, ¿eh? Que ya veo en sus caras un gesto extraño. A 300 palabras la hora, o a 100, o a 500, que depende de la inspiración. En fin, cuando escribo no me pongo bajo la protección de ningún santo, San Chéjov está muy ocupado con los aproximadamente dos millones de cuentistas que lo reclaman, San Cheever no ofrece soluciones, sino interrogantes, San Cortázar se ha metido en la publicidad y no está para gaitas. El amigo Carver está taciturno, cada día más, no se le saca palabra. Sin embargo, en mi cabeza se abre paso la imagen de un relojero que tiene su taller cerca de donde vivo. Está sentado, mira las piezas que él mismo ha desmontado con una lupa y vuelve a ponerlas en su lugar, no sin antes sustituir la defectuosa por una nueva. Amén. Con una diferencia: mi reloj nunca fuciona dando la hora precisa. Un cuento que funciona es un trasto inútil, me dijo en cierta ocasión un escritor que yo leía a deshoras. Por ese camino parece que voy por el buen camino. Para escribir con los pies. O con la punta de la nariz. ¿No lo había dicho: el toque genial que le imprimo a mis textos viene de que nunca uso las manos?

Cul-de-sac

Si el nombre de este blog no fuese un sintagma promocional, bien podría llamarse “Callejón sin salida”. Cul -de- sac, como alguien me pintó una vez en la espalda de una camiseta. Porque eso es este blog. No sé si se habrán dado cuenta. No tengo enlaces y en mis sitios amigos sólo figuran dos direcciones, que responden exactamente al título, bajo el que se dan la mano. Podría decirse que he optado por llevarle la contraria a la mecánica de la blogsfera, que consiste en ir de una calle a otra, como si paseases por una gran ciudad. O bien he optado por ser un callejón como por el que una vez penetró Nancy, la de la tesis, (La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender). A la entrada había un castizo sevillano que la saludó con un espontáneo:
-Hasta ahora.
Ella no supo a qué se refería el guasón, hasta que hubo de volver sobre sus pasos.
En el callejón sin salida el espacio está a medio camino entre lo público y lo privado. Los vecinos sacan las sillas a la calle, que es como prolongar la casa hacia fuera. Aquí me encontraréis, al fresco. Porque de todo tiene que haber. Y desde aquí me daré mis garbeos por ahí.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Los premios y sus perdedores


El otro día el buzón me sacó la lengua, como si me hiciese una burla. Enredada entre las patas de la publicidad y los largos tentáculos de los avisos bancarios había una carta que remitía el ayuntamiento de una lejana localidad, a cuyo premio de cuentos me había presentado antes del verano. No me suelo presentar a concursos, pues no los gano. Desde que escribo con asiduidad lo habré hecho en seis o siete ocasiones, y siempre a partir de la primavera. He de confesar que enseguida pensé: Tate, ha sonado la campana. De esas seis o siete ocasiones conseguí hace ya más de tres años un accésit. Desde entonces nada. De cualquier forma no soy muy partidario de los concursos, ya he dicho que no los gano. Y creo, además, que en materia artística establecer una competición es un asunto irresoluble. No obstante, uno empieza con esto de los cuentos y como no sabe qué camino tomar, prueba el atajo de los premios. A mí hasta la fecha esa vía no me ha resuelto nada. El accésit me proporcionó una cantidad simbólica y el orgullo momentáneo de ver reconocido el trabajo que hacía, lo cual no me impidió saber enseguida que mi cuento era malo, muy malo. En cuanto le pasaron unos meses. Hay quien o lo que envejece así de rápido. Desde entonces no he vuelto a probar en ese certamen, no sé si por miedo a ganarlo o a perder. El caso es que la carta del otro día me invitaba a la entrega de premios en una localidad que dista de la mía más de mil kilómetros, sin haberlo ganado y sin ni siquiera figurar entre los finalistas. Lo agradecí, bien saben las Musas que lo hice, mentalmente: No te jode. Pero no podré, ese fin de semana me toca hacer la confirmación en mi parroquia.
Hay escritores que han ganado infinidad de premios y otros que tienen su palmarés lleno de telarañas. Pertenezco a esta segunda categoría. Lo curioso es que veo cómo en ciertos círculos a los escritores con un abultado número de victorias en su haber no se les tiene en cuenta, como si esos laureles fuesen un desprestigio. Por otra parte, en determinados contextos, si no puedes ofrecer en tu curriculum un discreto número de aciertos, pareces un advenedizo sin experiencia. La cosa es de un peliagudo equilibrio. Hay determinados certámenes que es importante ganar, mientras que otros mejor no hacerlo. En fin, la carrera de escritor, que se dice, una competición de cojos, en la que los tuertos y los mancos podemos ser reyes.
Para acabar me gustaría soltar una pregunta al viento, por si de casual agarra la respuesta que desde que Bob Dylan nos advirtió, sabemos que anda por ahí: ¿Usted qué tipo de escritor es? Por favor, tenga cuidado con la respuesta.

domingo, 4 de noviembre de 2007

La aldea muerta, de Xurxo Borrazás


El verano pasado entré en una joyería que anunciaba rebajas del 40%. Allí encontré a dos ancianas probándose pendientes. Dos mujeres coquetas, con deseos de gustar. Por otra parte, en esos días también pasé de refilón por una tertulia-merienda compuesta por ancianas en las que hallé muchas chispas de picardía. A raíz de esas dos imágenes y de ciertas ideas que me rondaban por la cabeza escribí un cuento titulado “Invitadas al té”, en el que venía a hablar de un chico joven que se siente atraído por viejas, mujeres que rondan los 70. A las pocas semanas salió a la luz una novela llamada La aldea muerta, de Xurxo Borrazás, en la editorial Caballo de Troya. La historia que contaba me resultaba particularmente interesante y atractiva. Un escritor, 33 añicos, acaba de ganar un reconocido y bien dotado premio literario, pero durante un mes decide aislarse en una aldea abandonada de los Ancares, donde sin que nadie lo sepa queda todavía la presencia de Aurora, una anciana de 74 años, con la que inicia una relación íntima. Las escenas son explícitas y el cuerpo de la vieja es tratado como el cuerpo del amor, no como ese material de deshecho al que los ancianos son condenados por una iconografía estereotipada en el cine y en la literatura, que se quedó estancada, que no quiso adentrarse en otros territorios que no fuesen los de las lolitas. El escritor es un personaje celinesco, misántropo, enganchado a la pornografía por Internet, pero se convierte en un ser tierno en brazos de su amante, la vieja, que respira por los poros de Rulfo. En La aldea muerta, con ese título y con el ambiente, una Peña omnipresente y un valle con movimientos de lagarto, para mi gusto, a veces se comete el desliz, sobre todo al final, de echar mano de ese realismo mágico de la tradición gallega, bajo el orballo. Una concesión, no importa. Una historia que camina por el filo de la navaja, de aquello que casi no nos podemos creer. Quizás si el escritor tuviese 74 y ella 33 sería más fácil. Pero las cosas como son, las ancianitas cada vez están más apetecibles, ¿no os parece?

sábado, 3 de noviembre de 2007

La vida y sus moralejas a un euro


Anoche dejamos a los niños con mis padres y mi mujer y yo fuimos al cine. Vimos una película de miedo, luego buscamos donde cenar algo y después nos tomamos una cerveza en un pub, que me gusta porque le han pasado treinta años , así como a su dueño, y no ha perecido con ninguna moda. Las ha soportado todas. También su dueño. Su pelo encanece más rápidamente que el mío. Lógico, ya que me lleva los años suficientes para que no sea de otra forma.
Un tipo se me acercó y me dijo:
-¿Antonio?
Lo reconocí enseguida, pero no recordaba su nombre.
-Sí, perdona, ¿cómo te llamabas?, le dije, al tiempo que le estrechaba la mano. Nos alegrábamos de vernos, podía apreciarse en nuestros rostros sonrientes.
-Claro, son tantas caras.
-Te dí clase en Campanillas, le dije, para que se diese cuenta de que realmente me acordaba de él, pero hace ya muchos años que me fuí de allí, apostillé.
-Victor. Victor Serrano, me dijo.
Antes de que me diese su nombre, un flash me iluminó la mente al recordar con exactitud su caso. Doce años atrás se había presentado a los exámenes de Setiembre acompañado por su madre, que me pidió que, aunque su hijo no iba a hacer gran cosa, lo aprobase para que se pudiese presentar a las pruebas de acceso a la policía municipal. En este tiempo había perdido pelo. Comparé mentalmente mi pelambrera con la suya y me alegró advertir que lo que en mi caso era un ligero avance de las entradas, en el suyo era un notorio clareo en el cartón. De hecho en la época en la que fuimos pupilo y profesor, él llevaba melena larga a lo Gun&Roses, y yo greñas, esa madeja residual de los estudiantes de letras, de la que me deshice con el tiempo por un corte algo romano.
-Estás igual, me dijo. Siempre se alegra uno a partir de cierta edad de estar igual, o al menos de que los demás se lo digan a uno. A ver hasta cuándo dura.
-Aunque noto, dijo, mirando a mi mujer con cierto aire de complicidad, una mano femenina. Siempre ibas a clase con las camisas arrugadas y por fuera.
El caso es que en ese momento mi camisa seguía yendo por fuera del pantalón y lo que conservaba de su planchado no se lo debía a mi mujer, sino a Toñi, a la que me niego llamar asistenta o por el estilo.
-Tú sí que vas elegante, le dije. Cosa que era absolutamente incierta. Llevaba dos pendientes brillantes y cuadrados en las orejas, una camisa gris de brillo muy ajustada al cuerpo, una corbata relumbrante como la camisa con el nudo flojo, los pelos ralos de pincho y unas muñequeras de imitación de uno de esos diseñadores horteras y muy caros.
-Tú te querías ir a la policía, ¿no?, le pregunté.
-Me fuí a la guardia civil, me dijo.
Recordé en ese momento, no obstante, que, en aquella época en la que fue mi alumno, se empeñaba en que lo llamase Axel, como el cantante de Gun´s and Roses. Seguía siendo un pirado. Era a todas luces evidente el rastro que las drogas habían dejado en sus ojos, en sus maneras y, sobre todo en sus explicaciones:
-Yo aprobé por los pelos y me mandaron a Tenerife, dijo. Y añadió:
-Allí dí con un sargento que estaba loco y o yo le pegaba un tiro a él o él me lo pegaba a mí.
En ese instante se me hizo presente que como alumno mío estuvo un año más en el instituto con mi asignatura sola colgada, ya que la intercesión de la madre no fue eficaz. Pensé que a mí también habría tenido motivos para odiarme. O para pegarme un tiro.
Desde la puerta su amigo empezó a meterle prisa.
-Para no buscarme una ruina, me dí de baja, baja total, con el sueldo completo. Estoy jubilado.
-Coño, el sargento no se llamaría Vega, le dije, sin otro propósito que establecer una alianza de comprensión con aquel hombre que había tenido que soportar semejante paquete.
-No. Así que tengo 32 años y llevo jubilado desde los 28.
Desde la puerta el otro lo apremiaba, así que levantando la mano dijo estas últimas palabras de camino hacia la salida y nos dejó a mi mujer y a mí con dos alforjas repletas de dudas, que intentamos resolver con suposiciones mientras volvíamos a casa en coche.
Al despertar esta mañana e ir al cuarto de baño no ha sido esta la primera historia que se me ha venido a la cabeza. Había un corte de luz. Como casi todos los domingos por la mañana últimamente, provocado por las obras del metro. No he sido capaz de entrar a oscuras y he abierto la puerta con la vana esperanza de que la claridad de fuera lo iluminase. Tampoco había agua, claro. Como la necesidad de entrar era perentoria, he tenido que vencer mi prevención de encontrarme con un fantasma allí. Y puesto que mi mujer seguía en la cama me he sentado en mi trono de rey auténtico con la puerta de par en par. Ahí he pensado en Victor Serrano: he repasado sus palabras, su atuendo y sobre todo el dato de su jubilación. En estos doce años alguna vez me había acordado de él, más en concreto de su caso. Por primera vez en mi vida he sentido una solidaridad inquebrantable con un sargento de la guardia civil.